jueves, 8 de septiembre de 2011

Ira (VI).

Vuelvo al trabajo, que para eso me no-pagáis. Y vuelvo con Ira ya que es un personaje que me gusta en un entorno que siempre me ha parecido para la aventura, en una época de moralidad tan difusa que permite hacer casi lo que me de la real gana. Cosa que ahora mismo y mientras haga este calor, es lo que me apetece. La vuelvo a escribir directamente, ya haré los cambios oportunos cuándo tenga algo más de tiempo. Un saludejo.





- No queremos problemas. - Repitió el anciano sheriff, antes de escupir un negro gargajo. - Es un pueblo tranquilo y pretendo que siga siéndolo así. ¿Ha quedado claro?
- Cristalino, señor. - Sonrió John Botas bajo la extraña cicatriz de su labio. - Sólo queremos descansar del duro viaje antes de proseguir nuestro camino.
- Tercer edificio de la derecha. - Un deforme pulgar apuntó en la dirección. - Allí Roger tiene su hotel. Es fresco, está limpio y es hasta barato.
La compañía se movilizó a la vez, con calma, mientras eran observados por el pueblo casi al completo, que se mantenía expectante.
- Gracias sheriff. - Botas saludó tocándo el ala de su sombrero con otra peligrosa sonrisa. - Ya nos instalamos.

Apenas entraron en el gran vestíbulo pudieron respirar tranquilos. De forma sorprendente, el calor opresivo de fuera no llegaba hasta allí. Tras una mesa de barra, un barman les miraba con desconfianza, acostumbrado como estaba a calcular qué clase de violencia propondría un hombre por su forma de andar, de expresarse y de beber.

- ¿Qué va a ser? - Dijo, con las manos bajo la barra, dónde tenía su fiel Spencer, a la espera de problemas.
- Habitaciones. - Ira se había adelantado al charlatán del grupo. - Y un par de tinas de agua. Que no esté caliente.
- Tranquilo, el pozo da buen agua. - Sonrió de pronto y agarró el libro de registro. - Pueden sentarse mientras les voy apuntando.
Llamo a alguien, que les sirvió algo de agua fría, que bebieron con ansia, pues sus cuerpos y ropas aún despedían el tremendo calor del desierto. En cuánto estuvieron apuntados, todos recibieron habitaciones, aunque algunos deberían compartirlas. Ira les había explicado que no debían montar líos, así que a regañadientes, el grupo acató.

El pecho de la puta bajaba y subía frente a él en la tina. Era de piel oscura y mirada perdida. Hija bastarda o algo así, le habían dicho en el burdel. No le importaba demasiado. La había elegido porque las mexicanas solían aguantar follando a pesar del calor y eran bastante más activas. Además, era guapa, conservaba todos los dientes y no parecía estar afectada de sífilis. Y eso allí, en ese lugar, era mucho decir.

Y era silenciosa. No había dicho una palabra en ningún momento. Sencillamente, al terminar, se había echado desnuda sobre su pecho, arrimándose. Le acariciaba por aquí y por allá, pero no importunaba de más, porque al bandolero le dolía la cab
eza.

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