miércoles, 2 de noviembre de 2011

El Tigre checo. Relato corto.

Uf. No puedo dormir, ni siquiera tratando de noquearme contra la esquina más próxima, así que aprovecho el portátil que me han dejado para escribir un poco y ver si me entra modorra. Disculpad si no está con la cursiva (sólo en subcultura, en blogger se cambia fácil) ni con los guiones largos, porque escribo directo al blog.Si queréis, lo he escrito con éste video:
http://www.youtube.com/watch?v=0OWQXQgHgq8&




Aquél pasillo no daba para mucho. Apenas medía el metro de ancho y los cuatro de largo. Y le venía genial. Protegía la retirada de su gente, que había quedado aislada en el territorio capturado. Algunos de ellos se unirían a los partisanos. Otros entrarían a trabajar directamente bajo el mando aliado y otros aceptarían el dominio alemán. Unos morirían y otros vivirían de mil maneras distintas, acosados en los bosques, como animales o en campos de concentración y exterminio, sucias ratoneras. Pero él no. Estaba harto de huir. No era judío, ni polaco, ni nada. De hecho, durante un tiempo odió a los polacos. Cuándo la guerra comenzó para Europa comenzó a compadecerlos. Él era griego, pero había emigrado a la recién nacida Checoslovaquia y allí había prosperado como empresario, a pesar de las tensiones étnicas. Y había amado muchísimo a su país adoptivo. Y ahora lo lloraba amargamente.
Pero ya no lo lloraría más. Les daría una oportunidad a su gente, que lo era porque no tenía a otra y se enfrentaría al odiado alemán.
El fusil, un viejo rifle de manufactura inglesa, le pesaba en las manos, siniestro en su recia madera, letal en cualquier alcance, devastador en corto.
Los cartuchos, los mejores que había podido comprar, de los que pocos quedaban. Estaban limpios y sin falla, perfectos para su cometido.
La bayoneta, reluciente y afilada como las cuchillas de afeitar. No tendría piedad a la hora de la verdad.
Él siempre había sido pacífico. Ahora no era paz y amor lo que su corazón albergaba, sino ira y odio. Y cómo sus antepasados antes que él, daría su vida con gusto para matar al odiado enemigo y para proteger a sus amados conciudadanos. Porque aquellos eran su patria ahora. Y no sabría nunca nada más de ellos.

El hombro le duele, el impacto de la culata lacera su cuerpo, inflama su mandíbula. Pero no importa. Los soldados caen en cuánto asoman. Todavía no lo han visto, en aquella oscuridad a la que se ha acostumbrado. Los superhombres son incapaces de ver en la oscuridad, aunque ésta los rodea. Arrojan granadas, que caen formando extrañas formas. No saben con quien pelean. Es un veterano, a pesar del poco tiempo pasado. Sabe detectar el característico chasquido y puede calcular el tiempo que le queda. Mucho retardo y se esconde en una de las puertas laterales. Poco y la devuelve al remitente sin dudar ni un segundo.

Se está quedando sin municiones. Coloca el peine con las últimas diez. Las cuenta hasta la última. Los alemanes parece que se esconden, aunque uno asoma un espejito y puede verle perfectamente la cara. Está asustado, pero sabe que también iracundo. Si lo capturan no serán muy amables, como con aquél pobre Goldzweig, del que prefiere no recordar sus últimos momentos. Gira el rifle y se apunta al cerebro con decisión. Pero un segundo antes, duda de lo que va a hacer.
El alemán del espejo salta de su posición y grita algo. Se acerca con varios de sus compañeros, aprovechando que el viejo aquél ha descuidado y ha dejado de apuntar. Mientras corren en fila, el primero muda su cara por el terror más puro y cae derribado junto con otros dos que vienen detrás. El destrozo es enorme y los que seguían, al escuchar la recarga del cerrojo retroceden a la esquina como corderos asustados.

El anciano ríe estruendosamente ante la flaqueza de su enemigo. Monta la bayoneta del cinto en el arma y la asegura con el característico chasquido. Ha decidido darles más tiempo y esa bala bien lo merecía y además está preparado para morir, pero no para suicidarse.
Da un suspiro antes de correr por el pasillo, bayoneta preparada. Dos alemanes se asoman y salen a su encuentro. Disparan. Los dos, ante la cercanía del enconado defensor, no apuntan demasiado fallando uno y acertando por poco otro. El viejo canoso ignora el dolor que le agujerea el costado izquierdo. Se lanza como un loco, con los siglos en sus espaldas y el futuro ante sí. Sabiendo que nadie sabrá de su sacrificio, pero que aún así, inconscientemente lo recordarán.

Y con la inercia, empala al alemán, que todavía no se cree que aquél hombre decrépito, consumido por el hambre y la desesperación, sea capaz de levantarse siquiera. Que no se encoje ante la perdición y la muerte, sino que se incorpora y como un tigre acorralado, pelea.

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