sábado, 31 de diciembre de 2011

Mis paisanos cuándo se van de fiesta.

Escribo esto un poco de memoria, que tengo ganas de sangre y tal, pero no de corroborar todos los datos, así que lo siento si meto la pata en algún momento.
Bueno, feliz año a todos, ahora sí, nos veremos en el otro lado.


[i]Habían reñido recio en Valencia, dónde el pueblo civil, había causado una derrota humillante al profesional ejército francés. Entraron a Madrid por atocha, para socorrer la capital y liberarla del yugo. Más tarde vendría la gresca en Tudela.
Ahora, la columna, que había pasado bien en general, se encontraba atascada en territorio aragonés, incapaz de avanzar en dirección a la ciudad, con ánimo de allegarse a ella. El francés, les venía encima una y otra vez, carga tras carga, empeñando muchas vidas. Los valencianos, aunque fogueados por las batallas anteriores no eran sino civiles voluntarios y reclutas recientes en su mayoría. Aunque disponían de los mejores pertrechos que se habían podido comprar (pues la empresa que les encomendaron no era poca), tampoco eran una maravilla.
Entre el humo y el vaho de subía de los cadáveres destrozados y sanguinolentos, aguantaba lo que quedaba de la división. Apenas cuatro mil hombres, de los más de dieciseis mil que salieron de su tierra. Ya no se dividían en unidades, sino que dentro de la línea, formaban piña común, arremolinándose alrededor de las banderas, que defendían con encarnizada determinación.
De pronto, el flanco izquierdo flaquea. Los que en medio del desastre dejan que el sentido común les domine, tan irracional a esas alturas del asunto, echan a correr, abriendo huecos en la masa humana que combate. La caballería gabacha se apresta, preparados los coraceros para abrir camino y los húsares para degollar de lo lindo. Ya llegan, sables en alto, humo de pistolas ante los animales y toques de corneta.
A los veteranos, o sencillamente, los calmados insultan a los que corren. Los humillan a gritos, mientras tratan de componer un cuadro más o menos decente. "¡Fillsdeputa! ¡Malparits! ¡Torneu desgraçiats! ¡Dejad de correr y apretáos collons!" Los que se mantenían trataban de convencer a los cobardes en medio del desastre y poco a poco, bien por el ánimo de encontrar camaradas que no corrieran como gamos o por simple vergüenza, se incorporaban a la formación, que ya recibía el embate de los coraceros. El que trató de escapar igualmente, murió antes de llegar a la espesura de más atrás cazado por la caballería ligera.

Tronaron a bocajarro los fusiles antes de que los coraceros llegaran al contacto. Cayeron y se estorbaron los unos a los otros, perdiendo fuelle en la carga. De pronto, una marea de hombre y caballos combatía, mientras que los franceses trataban de penetrar más en el cuadro antes de salir. Pero su propia arrogancia se volvió contra ellos, pues la masa de hombres y bayonetas, que clamaban enfurecidos y ahítos del olor a pólvora, sencillamente los engulló, entre espeluzantes gritos y desesperantes relinchos.
Después de la masacre, con la línea formada de nuevo y los franceses dejando actuar de nuevo a la artillería y a la infantería, al que aún  mandara en medio de aquél desastre decidió que ya había bastante, que podía retirarse sin deshonra. En caso de que pudieran retirarse, claro. Porque a esas alturas, ninguno de los intrépidos voluntarios le veía un final feliz al asunto.
Lejos de volver a desbandarse, la línea comenzó a retroceder, lentamente y sin dejar de plantar cara al enemigo, en dirección a los bosques que se espesaban más atrás, dónde podrían zafarse de su enemigo. Los heridos se retrasaban, a pesar de que sus compañeros hacían lo que podían para que les fueran al paso, pero al final, la línea se desdibujó, dejando bolsas de heridos que se acercaban los unos a los otros para darse protección.
Otro ataque de la caballería la línea se separó. Una sección del flanco izquierdo, más de quinientos hombres, quedó aislada del grueso, que cada vez era menor. Ésta se apelotonaba alrededor de las banderas que poseían y en medio de aquella locura, los veteranos que se habían quedado en el lado más numeroso decidieron que ya tocaba dar broche final a aquello.
Se despidieron  padres e hijos, hermanos, primos y amigos. Hasta nietos vieron marchar a sus abuelos, en dirección a la bolsa acosada, con el fin de dar tiempo al resto a escapar y recomponer la división, por si hiciera falta más adelante.
Los coraceros, se dieron cuenta de la maniobra y dejaron de arremeter contra los infelices heridos que se habían quedado atrás y cargaron de frente contra la escueta línea de veteranos. Éstos, formaron un cuadro y se prepararon para contener la carga. No dejaron de disparar en ningún momento, por tres costados, antes de que los franceses se lo pensaran dos veces el volver a cargar de aquella forma. Ahora buscaban mejor y atacaban al punto más débil, esperando romper su voluntad. Pero los infantes seguían en sus treces, fijas las miradas en una bandera, que se agitaba ante los repetidos ataques de la infantería.
Nueva descarga de mosquetería. Balas volando en ambas direcciones y más almas que se iban para el cielo, o a engrosar las líneas infernales. Juramentos, imprecaciones y una curiosa y fría determinación que hacía avanzar a los soldados españoles en pos de aquella muerte tan heroica. Lo que hacía que los franceses, mostraran mayor interés en proporcionársela, a costa de muchos muertos por su lado.
Los heridos rezagados ya habían perdido la bandera, que ahora un francés aniñado e imberbe, agitaba ante sus ojos desesperados e impotentes. Detrás ya llegaban los veteranos, recibidos por gritos y burlas francesas. Sin apenas detenerse, el más anciano de los que quedaban, alzó su mosquete y derribó al joven rubio que había arrebatado la bandera  de un tiro en el hombro, que lo lanzó contra sus propias filas. A continuación, salió corriendo, en dirección a las líneas azules. Sus compañeros, levantando a los pocos heridos que aún podían caminar, lo imitaron. Después de la última descarga, con los coraceros y húsares acosándolos y vendiendo cara su vida, corrieron hacia el francés, gritando pestes y blasfemias, sabiendo que aquellos eran sus  últimos jadeos, bayonetas caladas y dispuestas.

Mientras que los pocos restos de la división, se ponía a salvo, menos de dos mil hombres, de los cuales sólo alrededor de mil quinientos llegarían. Algunos más enteros que otros
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