martes, 24 de abril de 2012

Charles, amigo...

Disculpad, por no esperar a que desaparezca mi anterior entrada (en Subcultura, claro) como habitualmente, pero tenía ganas no sólo de escribir ésto, sino de publicarlo y compartirlo cuánto antes. Me acabo de desfogar y ésta va a ser la primera de dos partes, nada más. No quiero excederme demasiado, pues tengo la Semana de Folgore (cuya primera entrega ya podéis leer, una entrada más abajo, en éste mismo blog)iniciada. Pero me ha entrado la gusa y aquí lo presento como he anunciado hace nada por Feisbuk.





– ¿¡Dónde está!? – Gritaba tanto que le escocía la garganta con cada palabra. Las 1911 que llevaba en cada mano no le pesaban en absoluto. Tras él, se mecía suavemente la vieja m249 que había llevado hacía mucho ya. – ¿¡Dónde está mi hijo!?
Le miraban incrédulos. Nadie podía imaginarse aquello. Estaba más que pasado de peso, y su rostro, otora sonrosado por su feliz existencia con su mujer, estaba ahora rojo y contraído por la más absoluta de las iras. No era un hombre débil, pero en el vecindario tenía fama de pacífico, precisamente por su pasado como soldado. Nunca había querido que sus hijos se metieran al ejército y lo había conseguido. Pero ahora resultaba que a su hijo, su primer hijo, que lo colmó de felicidad, había sido secuestrado por un cártel. El chico ejercía de abogado y estaba liado con un caso relacionado con un gran señor de la droga colombiano. En cuánto se enteró de las circunstancias y le llegó la primera nota avisando de que no llamara a la policía y unas cuántas exigencias más, lo vio claro. Por supuesto que no avisaría a la policía, pero el hijo de su padre no negociaba con secuestradores. Había dejado a su mujer destrozada por el dolor en casa, decidido a resolver aquél asunto como sólo un Ranger lo haría.
Irónicamente, no necesitaba hablar con la policía. Allí todos se conocían y se hablaban de tú, además de que Carter había servido con él durante la guerra y eran muy amigos. No, no tenía que avisarle de nada. En cuánto se enterara de que había abierto la caja de caudales, nadie intervendría. Estarían sólo él y los cerdos.
Ahora se encontraba de pie, ante la puerta principal del jardín de aquella caserota, que a todos les había disgustado, pues rompía con el tono de la pequeña ciudad. Era hortera y excesiva para el suave estilo del lugar, pero al traficante poco le había importado aquello. No iban a hacer nada, pues no había nada que hacer, pero de sobra era sabido a qué se dedicaba. El problema es que no había forma de trincarlo. Sin embargo ya daba igual.
Uno de los vigilantes se le acercó, tratando de calmar los ánimos. Inmediatamente recibió un impacto el en pecho y cayó hacia atrás casi un metro. El resto no daban crédito, precisamente porque conocían la tranquila vida de aquél hombre afable y no se esperaban que entrara pertrechado cómo para tomar la Colina de la Hamburguesa él sólo. No, de Charles no se podía esperar algo así.
Antes de que pudieran disparar, ya se había metido entre los tupidos y extravagantes setos, que estaban rodeados por grueso mármol dorado. Después de respirar profundamente, se guardó las pistolas en las cartucheras y descolgó en medio del estrépito de disparos la ametralladora de su espalda. Llevaba muchísima munición, más que suficiente para aquellos pistoleros, así que se decidió a asustarles. Con el miedo se gana la mitad de la guerra, le habían dicho una vez. A ello iba
En cuánto escuchó los múltiples chasquidos, se levantó de entre los restos de plantas y colocó el bípode en el espantoso mármol. La cara de incredulidad que pusieron todos cuándo le vieron sonreír fue un analgésico para su sentido común. Los disparos brotaron del arma en ráfagas cortas y precisas, que no erraban objetivo entre los apresurados objetivos que tenía delante. Tras unos segundos, sus enemigos reanudaron el fuego sobre él, pero para entonces ya había matado a siete y sólo quedaban tres detrás de la fuente central, de un mal gusto supremo. Sacó la granada y le quitó la anilla antes de contar mentalmente y lanzársela sin sacar nada más que el brazo. Al volar sobre ellos, sin tocar el suelo estalló, convirtiéndo sus cuerpos en inertes montones de carne muerta.
Desde dentro no llegaban nuevos sonidos, pero avanzó con cuidado, de parapeto en parapeto, como si no hubieran pasado más de veinte años desde la última vez. No iba a arriesgarse, a pesar de la agitación, la ira y otros sentimientos que intentaba dominar. Pero nunca en los últimos años, nadie lo había hecho sulfurarse de esa forma, no hasta ese punto. De hecho, nunca había estado tan furioso jamás, ni durante la guerra. La guerra es un trámite, algo en lo que no se lo podía tomar tan mal. Nosotros disparamos, ellos disparan. El secuestro de su hijo era un ataque directo a él mismo y aquello era personal. Tan personal que no pararía, hasta acabar con el último de aquellos hijos de puta.

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