miércoles, 15 de enero de 2014

Partida de Guerra 3

Se me había olvidado que tenía esto escrito desde antes de terminar el año (viene de Partida de Guerra 2 y es un relato que comienza en Partida de Guerra):

A dos estadios al otro lado de la aldea, la compañía se apresuraba. Matheld sabía que sus órdenes se cumplirían sin oposición y por ello había mantenido su fría mirada nórdica en la aldea, de la que comenzaba a salir algún fuego. Un punto de preocupación atravesaba su pálida frente, que relucía casi tanto cómo su cabello, de un rubio tan claro que bajo la luz de Luna resaltaba entre tanta cabeza morena. Era la primera a la que había reclutado el mercenario en cuanto pudo permitírselo y era desde luego la más fiel de toda la compañía. Y por eso, se le hacía muy duro marchar y seguir sus órdenes. Pero la lealtad que le profesaba la obligaba a ello. Montó el el alazán que usaba para el viaje y dio la orden de partir.

–¿Acaso éste perro que me devuelve la mirada desafiante, es el poderoso Reissig? –el noble sarraní le había lanzado los restos de una granada que se acababa de comer para refrescarse– ¿Éste es el que derrotó al tres veces más numeroso del sultán? ¿Acaso es el que empaló a mi hermano ante Shariz? ¡Éste despojo!
El mercenario, cubierto de cardenales y con trapos sucios haciendo de vendas para los numerosos cortes que había recibido tenía la mirada algo perdida. La nariz había dejado de sangrar, pero le dolía tanto que apenas podía mantenerse sobre las rodillas. Los grilletes le pesaban cómo si fueran yunques y la chillona voz del mariscal no hacía otra que martillearle la cabeza.
–Veo que no… –escupió un cuajarón de sangre. Observó el trozo de diente sin comprender y se compuso un poco mejor–…que no os ha faltado tiempo para venir a saquear de nuevo la aldea. Creo señor, que es la tercera vez este mes. Y es mía desde hace dos semanas.
–Deseo verte morir de tantas formas, que apenas logro contenerme –había avanzado hasta él para propinarle una sonora bofetada–; pero te espera el tormento y la esclavitud. Ya morirás dentro de unos años, cuando tu miseria no me divierta. Entonces, te desollaré y empalaré yo mismo.
–Me emociona saber que dispongo de un lugar en su corazón, señor –plantó el pie derecho y se apoyó en la rodilla para incorporarse–, pero eso es mucho tiempo y yo tengo algo de prisa. Así que si se siente lo suficientemente hombre, podríamos acabar esto ya. Aunque tal vez, podía llamar a su señora madre y lo hablaré con ella.
El emir no pudo contenerse y apuñaló con una pequeña daga al prisionero en el centro del vientre. Casi sin paladear el momento, retiró la hoja y llamó al galeno a gritos.
–Recomponedlo; lo quiero vivo –volvió a su cómoda silla de campaña, casi incapaz de mantener la compostura–. Si muere, me haré un vestido con vuestro pellejo, matasanos.
–Señor, por favor os lo ruego, si me amenazáis con tan terrible castigo, al menos concededme un don y no apuñaléis al prisionero –comprobó la herida in situ, para comprobar aliviado que no era grave ni profundo, pues la hoja era muy corta y fina, destinada más a cortar fruta que a matar y sólo requeriría de limpieza, aguja y alguna purga–. Con toda la humildad, mi señor, necesitará al menos un día de reposo antes de poder disfrutar de sus atenciones.
–Me siento generoso, así que ¡ea!, tenéis vuestro día. Cuidadle cómo si fuera vuestro hijo y entregádmelo en las mejores condiciones.
–Su bondad no conoce límites, ¡oh, sabio!



–Es un animal. Todos lo son.
–¿Hmm? –el herido despertó en una cama no demasiado confortable, con el dolorido cuerpo palpitando–. ¿Qué decís?
–Oh, os he despertado. Mis más sinceras disculpas señor –el galeno era bajito, calvo y de anchas espaldas. Su rostro de aspecto feroz se suavizaba con sus maneras educadas–. Pero no soporto ser médico militar. Tuve que venir porque ya no había trabajo en mi tierra.
–Con lo que me gusta jugar con la carne… Sobre todo, despedazarla –dijo Reissig, admirando el trabajo del médico en su cuerpo–. Vaya, tenéis unas manos estupendas.
–¿Gracias? –sonrió levemente, antes de recordar con quién trataba–. Vos sois tan asesino y sanguinario cómo él, así que por favor os pido, no me humilléis con vuestras chanzas. Yo no puedo contentarme con apuñalaros, cómo el emir Dhiyul.
–Por todos los dioses, claro que soy tan sanguinario cómo él. Si no lo fuera, no duraría ni un mes dedicándome a lo que me dedico. Es más –añadió–, dudo bastante que ninguno de los que encabezamos asaltos, lideramos cargas y procuramos la muerte de nuestros semejantes, no sea un sanguinario. Incluso los que dicen ser virtuosos caballeros.
–¿Por qué el Hombre no puede dejar de lado la guerra? –el doctor parecía angustiado. Llevaba varios meses de campaña y aquello le parecía el mayor sinsentido–. ¿Por qué continúan estas malditas guerras?
–Las guerras son las riñas de los que se lo pueden permitir. Un tabernero puede llegar a asesinar a otro si con ello su negocio no desaparece –dijo, incapaz de incorporarse todavía para escupir la sangre de la encía–. Al final, todo se reduce a conseguir un beneficio, sea cuál sea.
–Y su merced, ¿por qué decidió entrar en las riñas de ricos? –realmente, sentía curiosidad para saber por qué un hombre sin patria se empeñaba en hacer tanto la guerra–. Según los rumores, no es natural de Calradia y su señor, el rey Graveth, lo contrató en calidad de mercenario antes de darle título y tierras.
–¿No lo he dejado claro ya? –suspiró el soldado–. Es beneficio y el mío, no es otro que el dinero. Qué se cree, ¿que lo de los esclavos lo hago por crueldad?
El galeno le lanzó una mirada significativa al mercenario.
–Sí, es una crueldad. Pero es una crueldad que da dinero –reconoció, antes de retorcerse en silencio por el dolor del abdomen–. ¿Acaso no estoy recibiendo sus magníficas atenciones para ser torturado, esclavizado y asesinado de una forma que me produce escalofríos, pues yo mismo la he administrado a mis enemigos?
–Yo no asesino, yo curo.
–Por supuesto. Me cura para que me puedan destrozar más tarde –sonrió, sarcástico–. ¿No le parece que peca de una cierta hipocresía, doctor?
–No tengo más remedio. De algo he de vivir.
–Eso nos decimos los soldados, y casi siempre nos sirve de excusa –mantuvo aquella sonrisa, que se hacía más desagradable a cada momento–. Casi siempre.
–Hay otros empleos.
–Y por eso estáis aquí hablando conmigo para dejarme mañana cómo nuevo ante el potro del emir.
–No sólo el mío, que es ingrato.
–La mayoría de empleos son ingratos para el que no se puede permitir empleos mejores. Y el de médico de campaña no es de los peores. Es duro, pero no de los peores.
–Si no fuera por toda esta barbarie y el maldito emir…
–Imagínese que trabaja sin paga, que apenas consigue para comer, que lo asfixian a impuestos y que cualquiera que monte a caballo tiene derecho sobre su vida. Y se podrá imaginar ligeramente la vida de villano –algo le picaba bajo la venda del brazo izquierdo. Sacó una chinche y la aplastó distraído–. Ya la viví y por eso prefiero la del soldado. Aunque la del señor, es mucho mejor, claro.



Espero que Reissig os haya sido simpático hoy, porque no está teniendo muy buen día. En el juego (el Mount and Blade: Warband), no hay tantas opciones. Te pueden capturar, pero no dispones de diálogos tan apasionantes y hasta absurdos que me gusta plasmar. Es un juego muy bonito para dar el punto de inspiración, pero (para bien o para mal) no aporta más allá de una situación inicial plana. En mi caso, efectivamente, el mariscal de los sarraníes me pilló casi literalmente cagando en mi recién adquirido feudo de Hawaha y me capturó. Todo lo que leeréis a partir de este punto es ficción, pues nunca ocurrió realmente.
Es un buen juego, pero echo de menos una campañita cooperativa. Casi todo mejora cooperando con amigos.
Así va vestido el amiguillo:

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