sábado, 15 de febrero de 2014

Pollito Wars: Filii Belli (3)

Casi se me olvida actualizar. La siguiente vendrá dentro de una semana, pues eso estipula el calendario. Y no queremos cabrear al calendario, ¿verdad?

Ale, para hoy hay Mala durante un buen rato, cabreándose y pegando tiros. ¿Qué más se podría pedir?



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Casi se me olvida actualizar. La siguiente vendrá dentro de una semana, pues eso estipula el calendario. Y no queremos cabrear al calendario, ¿verdad?

Ale, para hoy hay Mala durante un buen rato, cabreándose y pegando tiros. ¿Qué más se podría pedir?




Se habían acercado más. Eran muy rápidos y parecían vestidos con una suerte de trozos blindados. La roja luz del sol los iluminaba, arrancando reflejos de sus armas, que parecían hechas a mano, aún en la distancia. Pero también parecían adecuadas a su tamaño.
–Cargad los rifles termales hijos míos –McQuarry pasó varios cintos con munición y los rifles que traía al hombro–. Creo que con los fusiles de asalto no podremos hacerles mucho, así que dejádselos a los mejores tiradores. Al resto os quiero con estos trastos.
Los “mejores tiradores” observaron con envidia al resto, imaginando si pudieran llevar un arma así. Pero hicieron de tripas corazón e intentaron no decepcionar a su sargento, además, solían ser bastante prepotentes y poder demostrar su habilidad les atraía mucho
–Disparad con cabeza, no falléis tiro porque no habrán muchas oportunidades.
De pronto, dejaron de verlos. Los sabían escondidos tras los peñascos más cercanos, aguardando al mejor momento para hacer su movimiento y caerles encima. Todos estaban muy nerviosos, a pesar del armamento del que disponían, no tenían claro que pudieran pararles los pies. Malabestia por su parte tenía todo el vello de punta y fruncía el ceño mucho más de lo habitual, que era bastante. Comprobó una última vez las alzas y apoyó la mejilla en la culata del arma, comprobando la alineación, hasta que quedó satisfecha.
De las rocas que ocultaban a sus enemigos llegaron salvajes gritos de guerra, pronunciados por gargantas y bocas mucho más grandes que las que tenían ellos, y se preguntaron si podrían aguantar un embate de aquellas terribles bestias. Mala rugió de pronto, imponiéndose con fiereza al griterío general y acallándolo por completo. Algo se estaba adueñando de ella y en medio de aquella locura comenzaba a pensar que no sería tan terrible dar rienda suelta al ardor que sentía por dentro. Sabía que en unos momentos, tendría mucho sentido.

Se lanzaron cómo una marea. No es que fueran muchos, pero no los podían abatir a no ser que les acertaran varias veces seguidas y en el estado de pánico que se encontraban los novatos aquello era una feria y sus armas; escopetillas. Los tiradores expertos consiguieron un par de bajas, logrando sobreponerse al miedo que les atenazaba el intestino y no lo soltaba. El sargento increpaba a los enemigos y animaba a sus hombres, convirtiéndose él sólo en un flanco gracias a sus disparos y su organización. Mala por su parte disparaba cómo si no hubiera un mañana, quemando munición rápidamente, sin dejar de gritar apenas, de una forma muy parecida a la de los yaguis, aunque acompasada con el brutal sonido de la ametralladora haciendo su trabajo con eficiencia. Por fin, la trinchera izquierda consiguió comenzar a encajar impactos, reduciendo a los enemigos considerablemente, pero aún así, dos llegaron hasta la línea, destrozando a tres de los novatos armados con termales. El pánico cundió pronto, con todos lanzándose encima unos de otros, tratando de escapar. Jerguins, intentó acertar a uno de los yaguis, más éste lo agarró del arma y levantandolo en volandas, comenzó a devorarlo sin reparar en sus escalofriantes aullidos. McQuarry con todo el vello de punta, casi incapaz de controlarse plantó rodilla en tierra y disparó tres salvas con toda la calma que encontró, sin prisas, apuntando a dar. Uno cayó derribado, pero el otro continuaba hacia él y ya no tenía espacio para disparar, aunque aún así, apuntó de nuevo, mientras el yagui lanzaba un tremendo zarpazo.
La zarpa no llegó nunca a tocarle. Ni el rifle termal a disparar, pues se había encasquillado. Una enorme manaza había frenado el ataque, aunque las uñas cómo cuchillas se le clavaban en la carne. Pero daba igual, no sentía nada de aquello. Los gritos, la reacción de sus compañeros y el olor de los piratas habían traído recuerdos escondidos que no eran suyos. Recuerdos salvajes, de sangre y violencia, grabados profundamente dentro de su ser. Malabestia iba a hacer honor a su nombre.
Apretó de pronto y retorció el brazo del yagui, que se astilló cómo una rama seca, mientras que con un gruñido propio de un gran depredador, agarró al pirata por el cuello y sin permitirle sobreponerse a la sorpresa, lo inclinó hacia atrás hasta que las poderosas vértebras no aguantaron la presión y cedieron a pesar de los fuertes músculos de la enorme bestia. McQuarry no daba crédito a todo aquello. Había escuchado mil y una historias acerca de los pocos semiyaguis que se veían habitualmente y cada una era más surrealista que la anterior. La reacción de Mala, aunque no tan exagerada cómo alguna de las historias que de ellos se contraban, resultaba impresionante en primera persona. Pero no le daría tiempo a disfrutar mucho del espectáculo, pues ella ya buscaba nuevas presas.
Agarró uno de los rifles termales con la zurda, mientras cargaba con la diestra la ametralladora. A pesar de la negativa del sargento, salió al descubierto, gruñendo de forma bestial y se encaminó a paso ligero hacia el destructor caído, donde el olfato le decía que había más. Púlsar la vio alejarse, todavía tratando de dominarse. Sin quererlo, cogió un par de cajas de munición y varios cargadores de termal y se alzó con dificultad sobre la trinchera.
–Espera Púlsar, no puedes ir solo –dijo el sargento, armándose hasta los dientes, pues ya había descartado reorganizar nada, sino con apoyar a Mala para cargarse al resto de esos cabrones–. Te acompaño.

Ya no era paso ligero. Corría con ansia cazadora, pero no cómo una depredadora, sino más bien una asesina. Las zancadas se sucedían cada vez más deprisa, pues a la misma velocidad crecía su sed de sangre. A cada paso, gruñía impaciente de repartir más muerte, consciente a un nivel muy básico que ella era parte de aquella guadaña, parte del mal y también parte de la solución. Había observado a los compañeros que quedaban en la zona con evidentes muestras de no recordarlos desde el fondo de la bestia, pero la razón que aún sobrevivía en ella era una voz más fuerte. Se trataba de imponer. Gritaba furiosa y se expandía, quería el control, aquello era una locura.
Jadeó un momento de camino hacia el destructor, consciente de todo aquello. Se puso a cubierto, tratando de repasar lo que ocurría. Había abandonado la trinchera, estaba muy armada y de camino hacia la nave caída. Meditó su siguiente movimiento respirando profundamente; la trinchera estaría abandonada a esas alturas, pues recordaba la espantada general al llegar los piratas hasta la línea. No podría defenderla ella sola aunque dispusiera de todo el arsenal del lugar. Así que decidió seguir su instinto; iría al foco de problemas y les patearía el culo personalmente. Lo que le extrañaba es que en su loca carrera no hubiera encontrado a ninguno más, pues aunque no solían cometer demasiados errores, la arrogancia yagui era legendaria. Supuso que no creerían que nadie sobreviviera a tan feroz ofensiva. Sería su último error.

El lugar de impacto era un cráter en el que se enterraba el gran destructor, que tenía enormes áreas dañadas y del que salía el vapor, ya que el sistema de refrigeración del armamento aún funcionaba. Por aquí y por allá se derramaban distintos tipos de líquido y en un boquete grande, cerca del borde interno del cráter, se encontraban tres yaguis. Mala descartó la ametralladora y la dejó a un lado. Volvía a sentir el pelo de punta, el pulsar rítmico del corazón en su sien, en la sed terrible que tenía y en el regusto metálico en su paladar. Volvía a sentir la furia asesina de hace un rato, pero se dominó por mantenerla a raya. Desplegó el termal correctamente antes de decidirse por una gran roca que quedaba a la derecha de los tres y se elevaba por encima del borde. Trepó sin esfuerzo, atenta al viento, que le traía los olores del destructor caído. Se sintió satisfecha con su elección, pues el sol no la cegaba y el aire no llevaría su olor hasta el enemigo.Ajustó las alzas, apuntó con cuidado y maldijo en voz alta, enfadada. Se habían movido y sólo tenía un tiro limpio con uno de ellos. Blasfemó para sus adentros y pensó en buscar otro lugar de tiro, pero la otra parte de ella gritaba de nuevo. En el aire había otros olores, que ya había notado en la trinchera y que la enervaban más allá de lo que hubiera creído nunca. Sin pretenderlo, oprimió el gatillo hasta que dejó de sentir el retroceso y el percutor daba en vacío.

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