viernes, 28 de febrero de 2014

Pollito Wars: Filii Belli (5)

Continuamos con el fanfic, aunque cambio la hora de media noche a más o menos medio día. El próximo, en cuatro días, que esta parte es más corta, pero más intensa.


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Filii Belli.

Segunda parte:

Malabestia estaba ante los dos yagui, que la miraban sorprendidos. Su compañero había caído brutalmente despedazado por las salvas del rifle termal y ante la visión de la muerte, la semiyagui había sido incapaz de contenerse y había bajado corriendo para encontrarse con ellos. Tenía todo el vello erizado, incapaz de contener la ira. Le costaba mucho trabajo no lanzarse contra los dos, pero la parte racional que aún funcionaba le gritaba desesperada de la locura que quería acometer su lado bestial.
–Mira lo que tenemoss aquí –dijo uno de los dos, sonriendo, a pesar del guiñapo sanguinolento de su izquierda–. Una basstarda.
–Oooh, ¡y hasta ess bonita! –chanceó el otro, relamiéndose con descaro–. Podríamos llevarla dentro.
–¡A mí ya me pessan los huevos de no descargarlos! –siguió el primero, agarrándose la entrepierna obscenamente–. ¡Ven nena, que ve voy a hacer disfrutar!
Las palabras habían tenido efecto en Mala. Estaba recordando una época que no le gustaba demasiado. Una época en la que se burlaban de ella, en la que buscaba algún consuelo en aquella figura silenciosa y triste que se mecía ante el enorme ventanal. La época en la que su propia familia la despreciaba y que tan sólo su madre trataba con ternura. La misma que había sido secuestrada añolaikas atrás y que tras muchos periplos y abortos forzados, había conseguido escapar con aquella enorme criatura en su vientre.
Poco a poco, Mala fue acallando sus quejas, hasta que sólo quedó la Bestia. Y ésta, sintiéndose liberada y sin restricción, rugió de siniestra satisfacción, tan alto que McQuarry y Púlsar la escucharon aterrados a pesar de la distancia.

Los yagui habían notado cómo se le afilaba la cara. Cómo su pose perdía altura para mejorar la estabilidad. Cómo sus pupilas se cerraban y ardían muy familiarmente. Antes de que hubieran podido alzar sus armas para derribarla ya había llegado hasta uno de ellos. Agarró su arma y la apuntó contra su cabeza, impidiéndole el disparo. La soltó, esperando derrotarla cuerpo a cuerpo, pero ella ya había lanzado varios zarpazos. Arrancó la armadura pectoral casi sin esfuerzo y antes de que pudiera reponerse, le hundió las garras en el vientre y el cuello. El yagui rugió de dolor y estupor al sentir sus tripas revueltas con violencia. Malabestia se sumó al bramido con sus propios pulmones, para después arrancarle los intestinos con un brutal tirón, desparramando sangre y vísceras por doquier. Mientras aún perdía la vida, lo levantó rugiendo todavía y lo estrelló de cabeza contra el suelo, rompiéndole el cráneo y el cuello. El otro no se lo creía. Nunca se había encontrado una opositora tan formidable, excepto en algún combate dentro de su misma sociedad. Pero aquello eran niñerías. No es que alguno no muriera de vez en cuando, sino que ninguno moría de una forma tan brutal. Retrocedió dos pasos, llamando a sus refuerzos. Disparó cuando Mala dio dos pasos hacia él y no soltó el gatillo mientras se acercaba. La mala puntería del pirata era patente y el retroceso y el miedo hicieron el resto, aunque algunos disparos acertaron. Aún herida por los disparos, destrozó el gran fusil de un zarpazo, mientras que con la otra zarpa atacaba el hombro derecho de su contrincante, que aulló de dolor. Le propinó un rodillazo en la entrepierna que le hizo saltar lágrimas, para levantarle la barbilla y sin pensárselo en absoluto, hundir sus colmillos en el cuello del yagui, que al tratar de gritar aterrado sólo pudo emitir un gorgoteo. Al escuchar cómo se acercaban más desde el interior de la destrozada nave, Malabestia arrancó la tráquea retirando la cabeza de su enemigo caído de un tirón y gruñó. Cómo aún parecía vivo, alzó un puño y de un certero golpe le reventó el cráneo, justo antes de lanzarse contra los recién llegados con una furia desconocida.

–¡Vamos Púlsar! –McQuarry corría cómo un diablo, mientras el ardillamativo le seguía nervioso, teniendo que dar muchos más pasos que él–. ¡Tenemos que apoyarla.
–Sí sí –replicó el ardillamativo, siguiendo el ritmo–. Ya podría habernos esperado un poco...
Llegaron hasta las inmediaciones de la nave y al ver la situación dudaron. Malabestia acababa de reventar el cráneo de uno de los piratas de un puñetazo y al ver aparecer a nuevos enemigos, se había lanzado contra ellos. Ni el sargento ni Púlsar podían competir con ninguno de ellos cuerpo a cuerpo sin ayuda. McQuarry divisó algo en una de las rocas de su derecha. Era la ametralladora de Malabestia, que había abandonado para enfrentarse cara a cara con ellos.
–Púlsar, sube ahí y abre fuego a mi señal.
Mientras su subordinado corría nervioso hasta la posición, él se colocó a la izquierda, desplegando el rifle termal y colocándose para tener un tiro cómodo. Malabestia ya combatía cuerpo a cuerpo con una fiereza que no se la conocía nadie, aunque nadie la conocía demasiado. Ellos eran cuatro y ni siquiera ella podría con todos, tal y cómo pensó el sargento, así que tras indicarle con un gesto a Púlsar que disparara después de que lo hiciera él, abrió fuego contra el más alejado de ella, tratando de no dañarla. Después de varios disparos, que lo desmembraron, la ametralladora tronó, provocando extraños ecos. Los yaguis, al sentirse flanqueados dudaron y Malabestia hundió sus garras sobre el más cercano y lo abrió de un violento movimiento hasta la cintura. Cayó con las blancas costillas asomando por la herida, que era un roto plagado de sangre, músculos y nervios destrozados, mientras ella se abalanzaba sobre el otro y comenzaba a desgarrarlo furiosamente. El tercero se había lanzado hacia la roca donde estaba Púlsar y trepaba con furia. Al sentirlo llegar, el ardillamativo plegó el bípode y trató de hacerse hacia atrás, más ya era demasiado tarde. Lo tenía delante, con las garras libres y rugiente expresión en su rostro. Se preparaba para destripar a aquél molesto insecto mientras McQuarry se maldecía por no tener un tiro claro hasta él.

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