martes, 4 de marzo de 2014

Pollito Wars: Filii Belli (6)

¡El doble de acción!

¡El doble de muertos!
¡No tengo mucho más que decir, excepto que me encantó escribir esta parte.


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–¡Comandante! –Thomas gritaba, como todos los que estaban allí, pero él quería atraer la atención de la veterana infante, que no respondía–. ¡Está herida!
–¡La sangre no es mía! –contestó ella, todavía a gritos por el reciente combate, que había sido a oscuras y muy estresante–. Perdone capitán. Esta sangre no es mía.
–Han abatido a Willo –alguien, en la oscuridad se lamentó con sequedad–. Voy a matar a esos bastardos.
Sauri Kahina respiró un momento y encendió una bengala. A su alrededor yacían varios cuerpos mutilados por los disparos y los golpes. Un número indeterminado de yaguis demasiado destrozados para contar y tres infantes, más reconocibles, yacían en el charco de sangre. El pasillo entero estaba salpicado por la misma sangre y hasta por los propios supervivientes. El capitán se quitó un trozo de alguien que se le había enganchado en el uniforme.
–Y a Gordon –continuó contando el capitán, con un rastro de tristeza en el rostro–. Y a Slevte.
Ahora que se calmaban, pudieron escuchar de fondo más lamentos, combinados con gritos, unos de desesperanza y otros de satisfacción. Alguien se acercaba entre las sombras. Sauri lamentó no haber presionado más para lograr la actualización de equipos, pero no supuso que se vería combatiendo en semejante destino. Ahora debían pelear a oscuras sin visión nocturna o una miserable linterna acoplada. Echó a rodar otra bengala hacia la profundidad del pasillo. Nada había.
–¡Comandante! –un chico sin armadura vino corriendo desde la plancha de abordaje, arrastrando un palet con una pesada carga. –Le he traído lo que ha pedido.
–¡Ah, mi remiendo! –dijo, contenta de escuchar una buena noticia entre tanto horror–. Hem, ayúdame a quitarme el guantelete derecho.
El mentado se acercó y sujetó con fuerza el brazo de la servoarmadura. Con un siseo se liberó, dejando al aire los servos que movían el aparato. Lo dejó caer sin miedo y con un suave movimiento colocó el nuevo, que acopló perfectamente y se cerró, para terminar presurizando de nuevo la armadura.
–Perfecto Jenkins, vuelva al taller –comentó, observando los cañones dobles que apenas sobresalían del guantelete blindado–. Ah, son hermosos.
–Muy bien comandante, si ya tiene lo suyo, sugiero avanzar –dijo Thomas, que comenzaba a sentirse algo vulnerable–. No podemos hacerles esperar más, además de que parece que han tomado la iniciativa.
–Bien –señaló a varios de los presentes–. Hem y Norme conmigo, Tisco lidera la segunda línea. Capitán, apoye donde haga falta y no se exponga más por el amor de Laika.
Se puso en el centro, con sus dos subordinados flanqueándola. Se aseguró de que Thomas cumplía a regañadientes. Por mucho que él fuera el capitán de aquella nave y hubiera participado en cientos de abordajes, ella seguía siendo la comandante de la infantería embarcada. Y tenía una armadura con la que podía tener un cara a cara con los yaguis y contarlo.
Señaló a los enemigos que ya venían, entre terribles gritos y maldiciones.
–¡A ellos!
Y se lanzó hacia adelante, rugiendo y disparando.

Púlsar sintió venir el golpe. Las garras afiladas como cuchillas rasgaron su uniforme, pero él ya había dado un salto atrás. Era de los más ágiles que había parido su madre y eso quería decir que probablemente fuera uno de los humáferos más ágiles, despiertos y cargantes de la galaxia. Se posó con suavidad en la roca de más atrás, donde afianzó las piernas, alzó la ametralladora y adecuó su centro de gravedad para no desequilibrarse. El arma era pesada, pero sin demasiado retroceso, así que le lanzó una certera ráfaga al pecho blindado del yagui, hiriendolo. Por desgracia, no era suficiente y su enemigo se lanzó de nuevo hacia adelante, destrozando el arma y estirando de ella para poner a Púlsar a su alcance.
–¿Alguna vez te han dicho que tienes un aliento horrible? Deberías cepillarlo, mi madre siempre decía que no es bueno dejar que la mierda se acumule entre los dientes porque acaban apestando cómo una cloaca en la que se haya acumulado la mugre de cientos de añolaikas de la ciudad más grande que te puedas imaginar, una ciudad muy muy grande llena de gente ensuciando cómo auténticos cerdos, aunque los cerdos tampoco tienen la culpa de apestar que al fin y al cabo la sociedad los ha tratado así y no han encontrado todavía una razón aceptablemente científica para su olor corporal aunque han descubierto que si se lavan la cosa mejora bastante, lo cual bien mirado no carece de ningún tipo de lógica porque cualquiera que no se duche en dos weelaikas acabará apestando a cerdo lo que me devuelve a tí y a tu olor que no es sólo el que suelta tu boca que por cierto la tienes llena de dientes.
Púlsar no dejaba de hablar mientras esquivaba los ataques. Había aprendido a ser comedido durante el servicio, pero aquél combate lo sacaba de quicio y la situación lo había alterado más de lo necesario. McQuarry se compadeció del yagui.
–¡Cállate y muere de una vez! –gritó el pirata, harto ya en la segunda frase de aquél insufrible monólogo–.
–Todos dicen siempre que me calle pero no creo que acaben de notar la sutilidad de mis palabras cuando hablo de cosas que les conciernen sin lugar a dudas pero todos prefieren evitar los problemas en lugar de hablarlos con su buen amigo que está ahí para escuchar lo que dicen y necesitan pero nunca confían en que pueda echarles una mano en lo más mínimo porque como lo ven pequeño y débil creen que es también débil de mente pero ese siempre será su gran error porque ni soy débil de cuerpo ni de mente, soy la releche.
Quedó de espaldas a la nave. Tras él, la caída de cuatro metros hasta el fondo del cráter. El yagui se lanzó hacia él sin dudar y de nuevo esquivó, cuando el pirata lo creía cazado ya. Saltó en el mismo lugar donde estaba, le metió el dedo en el ojo, que reventó e hizo gritar a su enemigo y se puso a su espalda, mientras mantenía el impulso hacia adelante.
–Todos sois grandes duros y fuertes y os burláis de mí pero siempre sois débiles donde importa que por cierto suelen ser sitios que se necesitan desesperadamente, agradece que no me haya dado por colgarme de tus cojones o ya no los tendrías amigo aunque bien mirado tú no eres mi amigo sino más bien mi enemigo uno que consigue erizarme el pelaje del miedo que me da, enhorabuena nadie más lo había conseguido aunque al final todos los matones sois iguales.
Al yagui se le hizo eterna la caída. Con sus doscientos kilos además iba a ser dura. Se desorientó un poco al impactar y se tambaleó al intentar incorporarse. Entre el polvo levantado y la neblina que goteaba de su ojo, pudo ver una figura enorme que avanzaba. Supo que sonreía, pues era el tipo de muecas que solía ver todos los dilaikas en el espejo. Malabestia mostraba algunas heridas profundas y varios desgarrones menores. Había recibido tres disparos en el torso y le goteaba la sien. Pero sonreía. El yagui sintió por vez primera el miedo que debían sentir sus víctimas al verlo aparecer.
–Me piro –dijo Púlsar, mientras se alejaba, cauteloso–. Casi mejor os dejo solos.
Mala aplastó la zarpa con la que trataba de incorporarse. Aulló al cielo, complacida de aquél regalo. Y tras una carcajada triunfal, se lanzó para destriparlo.

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