viernes, 25 de abril de 2014

Traición.

Dos días y habrán enlaces por los cuatro años en Subcultura y nueva entrega del fanfic de Pollito Wars. De momento mi cabeza no da para más:

–¡Pavel! –vociferaba, con la garganta al rojo vivo el alemán–. ¡Sal de una maldita vez, puto cobarde! ¡Esto es entre tú y yo!
Había gastado casi todas las granadas de 40 milímetros de su lanzagranadas ruso, acoplado al ak-47 modificado por él mismo. La melena clara, recogida en una improvisada coleta destacaba sobre el verde oscuro de su guerrera. Sus ojos de un grisazul claro, centelleaban fuera de sí. La ira se había apoderado del mercenario completamente. A su alrededor, el campamento de narcotraficantes camboyanos ardía a pesar del monzón, después de la inmisericorde andanada que Hermann había soltado sin previo aviso, dominado por la furia y el ansia de alcanzar a su presa a la que por fín había localizado. La mayoría de los que no habían muerto por las explosiones o los disparos habían huido, pensando que era un ataque perpetrado por un mayor número de enemigos.
–¡Pavel, maldito hijo de puta! ¡Sal! –remató a un herido, que se quejaba bajo su bota instantes antes–. ¡He venido a por tí! ¡Némesis te ha encontrado, cabrón!
Se encaminó al no ver más salida por unas escaleras de piedra por las que caía un torrente de agua, que llevaban hasta una caseta de caña de bambú y palmas mal entrelazadas. Cargó la última granada y apuntó con cuidado a la puerta. La estructura de bambú aguantó admirablemente bien, pero las palmas salieron volando con la fuerza del impacto. Había dos cadáveres destrozados en su interior, pero cómo no los veía bien se acercó cauteloso, entornando los ojos para no perder de vista ningún detalle a causa de la lluvia, que arreciaba aliandose con el viento y arrastraba el olor de la carne y el opio quemado hacia la selva. Tiró el cargador, casi seguro de haber gastado bastante más de la mitad e introdujo uno nuevo. Amartilló y apuntó cuidadosamente, atento a que nada se moviera fuera de su lugar, que era el suelo y la muerte. Llegó al rellano que hacía nivel con la casucha y antes de poder tener tiempo de esquivarlo, alguien asomó de la selva a su izquierda, desviando el fusil de asalto y desequilibrando a Hermann. Soltó el arma al verse incapaz de manejarla y lanzó un codazo, que el otro aprovechó para exponer su costado y propinar un golpe sobre el riñón, que hizo que el alemán retrocediera, buscando espacio. Su adversario, aunque era más bajo no cejó y le lanzó una patada baja, que el alemán bloqueo mal que bien, pues no era hombre de arte marcial depurada sino poseedor de un estilo autodidacta que se basaba en un arma blanca. Y el arma blanca pendía de su cintura, más no la alcanzaba si no podía dejar de detener los golpes que le lanzaba. Gruñó tras encajar tres golpes, incapaz de ganar aquella pelea sin hacerse con alguna ventaja material, pero antes de poder hacer uso de ella, un pinchazo y un leve gorgoteo. Una costilla, rota y suelta amenazaba su pulmón derecho, el que sentía anegarse poco a poco. Ciego de ira, incapaz de discernir qué significaba aquello, lanzó el puño a la cara del otro y consiguió un impacto limpio, sintiendo el cartílago de la nariz y sus propios nudillos hundiéndose por el golpe.
–Agh, maldito seas, puto –dijo Pavel, retrocediendo para enjuagarse la sangre–. La próxima vez no te doy oportunidad.
Hermann se fue hacia él, con toda la inercia que pudo. Vio venir la patada a kilómetros y la frenó en seco con un gruñido y gran dolor. Lo atrajo hacia sí, lo asió del cuello ignorando los repetidos golpes en la cara y lo levantó en volandas antes de lanzarlo escaleras abajo.
–Dios –el caído aguantó la respiración un segundo, casi suficiente para arrepentirse–.
La patada alcanzó su cara con con fuerza casi sobrehumana.
–Te dije, maldito hijo de puta –el alemán temblaba de ira, casi incapaz de controlarse, ajeno al dolor de los golpes que había recibido–, que te mataría. Te encontré. Te mato.
–Que te crees… –escupió dos dientes y más sangre–. Que te crees tú eso.
–Eras mi amigo, eras mi amigo –Hermann alcanzó el tomahawk de acero que llevaba encima, un antiguo regalo–; eras mi amigo. ¡Y la mataste!
–¡Yo también la quería! –gritó Pavel, incorporándose–. ¡Yo la conocí antes! ¡Yo te la presenté! ¡Debería haber sido mía!
–Nunca lo dijiste. Nunca hiciste nada que nos llevara a pensar…
–¿Cómo iba a hacerlo?
–¿¡Y se te ocurrió matarla!? –fuera de sí, sus músculos se tensaron, la rabia le encendió el rostro– ¡Eras cómo el hermano que nunca tuve, maldita sea!
–¡Te odio, alemán hijo de puta!
Pavel cargó ante el inmóvil Hermann, que aguantó el envite a pie firme. El puño recorrió el aire, antes de que la mano izquierda del mercenario rodeara la muñeca rápidamente y la retorciera con violencia. Aplicó la pierna y Pavel dio contra el suelo. Antes de que pudiera rehacerse, con un rápido movimiento hundió la pequeña destral en el hombro y escarbó para asegurarse de dañar los tendones. Su adversario dio un grito desgarrador y se revolvió para alejarse. Ambos cayeron al barro entre la lluvia y las blasfemias.
–¡Te mato! –el germano se lanzó sobre Pavel, golpeándolo con furia, asqueado de haber llamado amigo a aquél hombre–. ¡Te mato!
Asió de nuevo el tomahawk y lo levantó con decisión.
–Sí Hermann, otro judío más, cómo tu abuelo, cómo tu padre…
–Si te crees que te vas a salvar por mentarlos, lo llevas crudo bastardo –espetó–. Mi abuelo era un SS de lo más hijo de puta que podría haber en el partido y mi padre formaba parte de los Volkssturm y tuvo que hacer cosas espantosas para sobrevivir a la horda roja. Sus demonios son suyos, no míos. Adios.
Pavel dio un grito al ver bajar la afilada hoja hacia su cuello. Un crujido y un gorgoteo y la vida se escapó de su cuerpo. Hermann se aseguró de que estaba muerto hundiendo un poco más el arma en su cuerpo maltrecho.
–Maldito seas –escupió, mientras la lluvia disimulaba las gruesas lágrimas que le caían por la cara–. Maldito seas por hacerlo y por obligarme a esto.
Se incorporó sobre el cuerpo y se deshizo el nudo de la coleta, dejando el pelo suelto, pues recordaba que a Shakti le gustaba mucho que lo dejara así. Se mantuvo erguido un poco más antes de ir a buscar su arma y volver a la civilización, antes de que algún señor de la droga se le ocurriera echar un vistazo por allí.

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