viernes, 30 de mayo de 2014

Pollito Wars: Filii Belli. Epílogo FIN. (15)


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Aubrey clasificaba las órdenes del Almirantazgo en su datapad. La idea de que el Beaufighter fuera desguazado lo enfurecía, pues había perdido a amigos, subordinados y partes de su propio cuerpo en las cubiertas de esa nave. Era casi una extensión de sí mismo y no concebía demasiadas torturas peores que saber que lo enviaban a desguace.
Alguien tocó a la puerta. Tres golpes secos y seguidos.
–Adelante.
–Disculpe que me venga sin pedir cita señor.
–Queda disculpada, capitán –señaló a una pequeña pila de sillas que había cerca–. Siéntese por favor.
Cogió la silla de más arriba, limpió con suavidad el pequeño poso de polvo y tierra del asiento y se aposentó. No era demasiado joven y aunque no llegaba a la quinta del vicealmirante debía de haber visto una buena cantidad de acción. El pelaje rojizo, que en otro tiempo había sido mucho más intenso ahora estaba apagado y reflejaba los añolaikas pasados en activo. La mirada inteligente lo escudriñó un momento, admirada de la estatura de Thomas y de sus recias formas, a pesar de la edad.
–¿Qué necesita? –Aubrey no estaba de humor para andarse por las ramas–.
–Señor, nosotros hacíamos una ruta de entrega desde los astilleros Quack hacia la flota –bajó la voz, confirmando las sospechas del almirante de que el destructor que allí se había estrellado no era en absoluto normal–. Transportamos montado un dispositivo de salto experimental. No podíamos dejar que cayera en manos yagui y por eso decidí que lo mejor era encontrar ayuda. O destruirlo antes de entregarlo.
–Parece alto secreto. ¿He de suponer que su mando directo ha autorizado que me revelara esta información?
–Supone bien señor. Es de vital importancia que este tema no se airee más que lo justo y necesario, así que debo advertir de que he dispuesto que el reactor entre en masa crítica si el dispositivo y su software de uso son comprometidos de cualquier manera.
–Comprendo.
–Si los yagui se hubieran hecho con esta tecnología, pasarían de ser una molestia a ser un problema casi peor que los pollitos –le pasó el datapad con la información que le atañía–. Mi tripulación se comportó de la mejor de las maneras, pero en última instancia habría tenido que sacrificarnos para evitarlo. Gracias a su gente, no sólo el prototipo no ha caído en malas manos, sino que se ha salvado, al igual que mi tripulación.
–Me alegro entonces que decidiera visitarnos. Aunque debo decir que los que contraatacaron en superficie eran tropas del ejército regular. No estaban bajo mi mando directo, no más que los artilleros y jefes de las baterías de superficie.
–Algo he oído. Tengo entendido que se han suicidado para no tener que responder por su incompetencia.
–Sí… Se han suicidado –había dudado al principio y dio gracias por estar leyendo aquello, pues prefería no contar nada a otros que no fueran sus leales oficiales–. Nos impidieron que les echáramos el guante, por desgracia.
–Sí, suele pasar. No hay nada mejor que un buen consejo de guerra para los incompetentes. Lástima que no los pudiera capturar a tiempo, capitán.
Tuvo muy claro que la capitán sabía perfectamente lo que había ocurrido, pero ella también tenía muy claro que en oficiales de su edad, lejos de la justicia del grueso de la flota, bien podrían imponer la suya, discreta y eficaz, de una forma que no sería difícil averiguar qué habría ocurrido, pero que sin embargo, nadie podría probar.

Tenía casi tres horas de paz hasta su cita con el psiquiatra civil y las aprovechó para poder hablar con Aubrey. Lo visitó en el barracón que servía para la oficialidad y los veteranos, donde reinaba un ambiente silencioso.
–¿Me puede atender, almirante? –preguntó ella, cuadrandose en toda su musculada estatura–.
–Tome asiento, por favor –respondió Aubrey, incapaz de dejar de lado su animosidad por la parte yagui de la mestiza –muy bien, soldado. ¿Qué se le ofrece?
–El sargento McQuarry nos habló a Púlsar y a mí ayer sobre su intención de echarnos una mano con nuestros destinos.
–Sí, y así es, mantengo mi decisión. Su iniciativa no sólo frenó el avance por la superficie,, sino que evitó más muertes bajo mi mando.
–Gracias señor.
–Las gracias las doy yo –era consciente de que de la semiyagui había realizado una acción extraordinaria, pero su profunda aversión le impedía ser más amistoso, cómo usualmente era–. Tengo entendido que le gusta la camorra, ¿no?
–¿Disculpe?
–La violencia, el combate, lo movido.
–Sí, señor.
–Bien, también tengo entendido que el grupo de Operaciones Especiales suele tener bastante vidilla. Moveré algunos hilos, pero de momento, sigo siendo el jefe de esta base, así que me he tomado la libertad de darle un ascenso, cabo. Que el capitán McQuarry le de los detalles, porque no me sorprendería que estuviera bajo su mando.
–¡Muchas gracias señor! –Malabestia se había emocionado mucho. Abandonar aquél pedazo de roca era una prioridad para ella, por mucha amabilidad minera que recibiera– Le agradezco profundamente esta oportunidad.
–Cómo dije, las gracias las doy yo –volvió a repetir el vicealmirante. Se levantó y le tendió la mano a la semiyagui, reprimiendo la necesidad de negarle el saludo– ¿Hay algo más en lo que pueda ayudarla?
–Pues ahora que lo dice… –comenzó, con un punto de timidez–.

–¡Eh, oiga! –dijo la capitán al mando del destructor Estrella de la mañana–. ¿Qué demonios hacen?
–Tranquila capitán, traemos una orden firmada por el vicealmirante Aubrey –dijo el operario, ajustando el cañón en las cinchas de la grúa–. Ha dicho que le entregará otro, pero que éste cañón P.C.D. ha de ser desmontado para su revisión.




Y se acabó. Casi cinco meses después de la primera entrega, se ha terminado el fanfic. Puedo decir que he disfrutado mucho, pues quería mostrar la batalla en la que Malabestia consigue su mítico cañón P.C.D. Comenzó por ahí y la batalla fue desarrollándose en mi cabeza, añadiendo no sólo ya el destructor, sino una fragata, a los piratas yaguis y además de una serie de personajes que me han gustado mucho.
He improvisado mucho, arreglado algunas otras cosas y creo que en general el resultado es positivo. Así que estoy satisfecho. Espero que os haya gustado; en unos cuantos días colgaré una versión en PDF con la portada y algunos comentarios de autor si se tercian.
Recordad que ayer publiqué una entrada con una excelente ilustración de la mano del genial Cano

¡Un saludo a todos y gracias por leer!


En los apartados de la Senda podréis encontrar el relato completo con su intermedio. De momento servirá hasta que cuelgue la versión pdf completa.

jueves, 29 de mayo de 2014

Partida de Guerra 5

El siempre incombustible Cano, autor, entre otras cosas del excelente cómic Ibosim o el divertidísimo Piloto virtual, me ha regalado un pedazo de dibujo por adelantarme y fanear el primero su nuevo webcómic: Primeras páginas, una suerte de primeras viñetas de cómics que nunca llegaron a dibujarse, pero cuya primera página me dejó tan impresionado que le dí al botoncito de seguir directamente, sin darme cuenta de que era el primero.

Cómo ya le he dicho en el apartado de arte del webcómic, no tengo palabras para describir lo muchísimo que me ha gustado a tantos niveles, así que para enseñaroslo lo antes posible, os traigo nueva entrega de Partida de Guerra, pues la excelente ilustración muestra al protagonista, Reissig y a Klethi, en actitud relajada:




¡Muchas gracias maestro!




La llovizna era molesta. Repiqueteaba en la armadura de los mamelucos y aquello parecía un tenderete de cacerolas puesto al aire libre y no favorecía en absoluto el uso de la caballería. Klethi sentía el tabardo humedeciendose por momentos y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Generalmente mantenía las distancias en la batalla, lanzando jabalinas y venablos cubierta por la infantería y apoyando a quién fuera necesario. Nunca había combatido en primera línea.
–El rey ha comenzado el ataque –dijo Matheld, mientras montaba a la espalda de un caballero swadiano–. ¡Hombres! ¡Conocen su cometido! ¡Buena suerte a todos! ¡Avanzad!
Cientos de cascos trotaron sobre las escasas plantas que por allí crecían, aplastandolas. Klethi dió un suave tirón de las riendas de la gran yegua de su jefe. Era una hermosa yegua que le había comprado a un tipo siniestro en Praven hacía cuatro años, de pelaje tan dorado que refulgía aún con poca luz.
–¡Vamos Válka! –la yegua obedecía bien y ligera. Ahora no llevaba la barda y su único equipo era la silla de monta verde, el gran escudo redondo y el arma favorita del mercenario, un enorme lucero del alba–. ¡Vamos bonita!
Los swadianos tomaron la delantera, con sus monturas echando espuma por la boca, agobiadas por el peso extra de los grandes norteños que se agarraban con fuerza a los experimentados jinetes. Los vaégires, seguidos por algunos arqueros montados kherguitas se extendieron a los flancos, con ánimo de evitar cualquier tipo de intento de intercepción por parte de la caballería del desierto enemiga. La tormenta arreciaba lejos, pero el tronar de la caballería lanzándose cada vez más rápido hacía parecer que la tuvieran encima. Klethi se sintió sobrecogida y se ajustó por cuarta vez el casco, los guantes y todo lo que le parecía que no estuviera bien sujeto. A su lado uno de los mamelucos, consciente del gesto, le tocó en el hombro con suavidad para atraer su atención y le hizo un gesto. Un gesto, que sumado al estruendo, a la numerosa cantidad de mamelucos armados hasta los dientes que la rodeaban y a los brillantes ojos negros que la miraban con amabilidad desde detrás del casco con velo de malla del soldado no dejaba dudas de su significado; “nada que temer”.
Hawaha era un hervidero de enemigos. Por el lado que atacaba el ejército comandado por el rey Graveth se había podido formar una línea de infantería correctamente y rechazaba con decisión a los potentes infantes rhodok y sus arqueros hacían buena sangría lanzando cientos de flechas sin cesar al viento. Sin embargo, por el lado que cargaba la compañía mercenaria, que hacía dos semanas había ascendido a ejército baronial, apenas se había organizado una escuálida fila. Cuando estuvieron bien a la vista, los mamelucos, los swadianos, vaégires, todos lo que podían mirar hacia adelante aullaron a una sola vez de alegría y excitación por la batalla. Espolearon con violencia para no dar más tiempo y los caballeros se adelantaron, flanqueados por los kherguitas, que habían prescindido de espadas y sólo cargaban carcajs, para cargar con cuantas más flechas mejor. Los vaégires hacían molinetes con sus sables y no dudaban en elevar sus tremendos gritos de guerra en su lengua, con tal de que el enemigo supiera a qué atenerse con ellos, que no era otra cosa que a la muerte.
Con las lanzas en ristre, los swadianos cargaron de frente contra la escasa línea de escudos y lanzas que los sarraníes habían interpuesto, atravesandola sin dificultad. Las alas de arqueros montados se desplegaron para rodear y seguir hostigando a su enemigo, mientras los vaégires impactaron a su vez contra los extremos más desprotegidos. El centro de caballería pesada se dividió y todos los huscarles saltaron a pie, para reagruparse bajo el mando de Matheld, que no soportaba que la llevaran a caballo.
–¡Cargad hombres, cargad!
El núcleo de mamelucos continuó recto cómo una flecha, sin variar la velocidad, mientras los aliados se apartaban del camino, conscientes de que no frenarían ante nadie y que podrían morir bajo sus cascos. Aplastaron a cuanto infante solitario encontraron en su trayectoria y localizaron a su líder, hacia el que cabalgaron describiendo una amplia curva, para no perder velocidad y evitar que Klethi quedara al descubierto, pues algunos de los arqueros se habían subido a las casas y los hostigaban ya. La cubrían con sus cuerpos y su escudos, dentro de lo posible y así, comenzaron a encajar daños, aunque ninguno frenó la marcha.

–¡¿Por qué esos mamelucos cargan en nuestra dirección?! –el emir se había vestido con su ornamentada armadura de combate a toda prisa y ahora se colocaba el casco con velo de malla con rapidez–. ¡Que alguien les diga dónde está la batalla!
–Señor, esos no son de los nuestros, por ese lado nos ataca también el enemigo –el ordenanza de Dhiyul se frotaba las manos con nerviosismo y ponía la cara menos militar que se sabía–. Han intentado frenar su avance y un capitán trata de formar otra línea ahora frente a ellos; ¿ve?
–¿Línea? ¡Esos campesinos mal armados! ¿Eso es lo que llama línea?
–Pero excelencia, es lo que reclutó en…
–¡Ya sé lo que recluté!
–Más baratos que una compañía de lanceros pertrechada, dijo.
–Me parece, mercenario –dijo a Reissig, que sonreía viendo a los mamelucos bajo su mando cargar directos contra la pobre línea de campesinos, bien dispuesta, pero no demasiado bien preparada–, que sí que te son leales.
–Ya se lo dije, excelencia. Leales y muy valientes.
–Traedme mi sable, ordenanza.
–Lástima que los suyos no lo sean tanto, excelencia.
–Cuando termine contigo, veremos lo leales que son.
–Cuando ellos lleguen hasta aquí –dijo, con una sonrisa amplia y desagradable–, me gustará ver cuantos de sus hombres se quedan a ver qué ocurre con su excelencia. Pase lo que pase conmigo.
Alguien trajo el sable del emir con una disculpa. Los gritos se acrecentaron tras el mercenario; los mamelucos habían impactado contra la defensa que el desconocido capitán había interpuesto, pero no combatían, sino que seguían adelante. Los que sí que parecían querer combatir eran los swadianos que venían detrás. Alguien golpeó en los riñones a Reissig, que cayó de rodillas con gran dolor. Dhiyul alzó el sable y calculó con cuidado.
–¡Si no puedo vengarme con todo el tiempo del mundo, al menos te mataré perro!

sábado, 24 de mayo de 2014

Pollito Wars: Filii Belli. Epílogo 2. (14)

Segunda parte del epílogo. Demasiado congestionado para decir nada moderadamente inteligente.
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Los mineros habían reunido una enorme cantidad de sencillos víveres y haciendo uso de una casi ilimitada imaginación culinaria, pudieron prepararlos de mil maneras distintas, que los soldados agradecieron sobremanera, considerando el rancho habitual que solían disfrutar allí. Varias decenas de mesas repartidas a la entrada del pequeño búnker del lugar albergaban toda clase se sencillos aperitivos de los que daban cuenta por igual civiles y militares. Los más jóvenes habían querido montar un baile, pero por respeto a sus invitados, que en su mayoría habían resultado tan heridos que no podrían moverse con suficiente coordinación en un buen tiempo, desecharon la idea con rapidez. Así que símplemente comentaban con animación los pasos del combate, la emoción del tiroteo o el miedo que todos sintieron.
Apareció Thomas seguido de Lykaios y Sauri y McQuarry. Los cuatro vestían sus mejores galas y se notaba que hacía mucho que no se las ponían. En especial a Aubrey le venía algo holgada su chaqueta.
Todos se extrañaron de ver al sargento con ellos, pues sabían que los tres primeros ejercían de oficiales mayores, pero especialmente de representantes de las fuerzas. El primer oficial representaba a la fragata y sus tripulantes, la comandante a la infantería de marina y el capitán, a todas las fuerzas defensivas. Pero el coronel al mando de la batería de tierra y que era el representante de las tropas de superficie, no estaba. En su lugar, el sargento tenía el semblante grave, algo ajeno a la fiesta de su alrededor. Más tarde averiguarían que varios de los responsables de las baterías de tierra, entre los que se incluían al comandante de la base, se habían suicidado. El capitán pidió una silla para que todos lo vieran y algo de silencio.
–Hola a todos. Espero que se estén divirtiendo. He elegido este momento para hacer algunos anuncios, bien por deferencia a nuestros amables anfitriones cómo para que no deje de conocerse la valía de todos y cada uno. Quiero comunicarles que en la primera comunicación con el mando, el grupo de defensa al completo recibe una estrella de la Victoria colectiva. Apareceremos reflejados en el boletín de noticias, aunque no se incluirá la localización ni el nombre del planeta por seguridad y sentido común –una leve ovación, silbidos admirativos y algunas risas acompañaron las palabras de Aubrey–. A continuación, diré las legiones de honor a título póstumo –se estremeció al nombrar a algunos de ellos. No sólo los conocía, sino que habían sido amigos y los había llegado a querer cómo a hermanos. Entregó sendos papeles a Lykaios, Sauri y McQuarry–. Legión de Honor y mención especial para el recluta Stig “Púlsar” Kursk, para la soldado de primera Mishara “Malabestia” Taylee, para el sargento mayor Ernst McQarry –no había condecoraciones físicas, sino los documentos que las autorizaban. A pesar de ello, las entregó con toda solemnidad. Uno a uno, pasaba desde los rangos más bajos, hasta los mayores, llegando hasta su primer oficial y la propia comandante Kahina–. El destructor Estrella de la mañana ha recibido una legión de Honor colectiva, por su excelente combate en solitario contra los piratas y la inestimable ayuda para finalizarlo.
De nuevo, más ovaciones, risas y aplausos. El capitán Aubrey les dejó unos minutos para ilusionarse y felicitarse, pero no bajó de la silla. Aún tenía anuncios por hacer:
–El Almirantazgo estima oportuno –dijo, antes de que bajaran las voces, así que comenzó más fuerte de nuevo–… El Almirantazgo estima oportuno que las fuerzas defensivas de este lugar sean renovadas. El destructor será reparado y volverá al seno de la flota para su reubicación. Los tiradores supervivientes de las tropas de tierra recibirán una reasignación para mejorar sus capacidades, o volverán a sus antiguos puestos –suspiró ligeramente. Aquello que estaba a punto de decir era tan importante y duro que no sabía cómo hacerlo–. La tripulación del Beaufighter será restablecida en su rango anterior, incluyendo a los altos oficiales. Lykaios Enister vuelve a su puesto de capitán de navío, Sauri Kahina recibe de nuevo su rango de coronel de infantería de marina y yo… yo vuelvo a mi puesto en la flota cómo vicealmirante. La fragata Beaufighter será desmantelada y su tripulación reasignada bajo mi supervisión.
Aquello era un cazo de agua fría entre tanta celebración y buena noticia. Aunque eran todos veteranos, la fragata había estado al mando del capitán Aubrey hasta que ascendió a contralmirante y la heredó Lykaios, quién más tarde capitanearía cómo capitán de navío el propio acorazado insignia de Aubrey. Incluso la entonces coronel Kahina había protagonizado sendas misiones a bordo de la fragata, pues sus excelentes cualidades servían muy bien para las misiones de infiltración y asalto que Sauri acostumbraba a realizar. Cuando todos perdieron su rango por una insubordinación colectiva, no abandonaron porque seguían juntos, a pesar de aquello. Algunos de los presentes comenzaron a envidiar a los muertos.
–Muchas gracias por vuestra atención. Buena suerte a todos, pueden continuar.
Aquello ya no era un festejo, sino un funeral. Nadie había que no mirara en dirección a la espuma térmica que cubría la fragata que tan desesperadamente trataban de reparar y no pudiera sentir su agonía.
–¡Por el Beaufighter, sus oficiales y su tripulación! –el sargento había sido el más rápido de todos y alzaba ahora una copa–. ¡Hip, hip!
–¡Hurra! –corearon las cientos de gargantas allí reunidas, civiles y militares unidas por el mismo sentimiento– ¡Hurra! ¡¡Hurra!!

–Malabestia, Púlsar, venid –dijo el sargento, con una jarra en la mano y en la otra un enorme cigarro que algún entusiasta guardaba para una ocasión especial–. El capitán me ha pedido que os comunique algo. Aubrey sabe que viniste aquí, Púlsar, aún habiendo pedido destino a una unidad de enlace. En agradecimiento por nuestra acción ha decidido presentarnos una cierta ayuda. Serás su nuevo oficial de comunicaciones, en la flota.
–Creo que no me lo puedo creer señor –era cierto, estaba mudo de emoción–.
–Pues créelo. Para tí, Malabestia, no sabe en qué ayudarte, así que sería bueno que solicitaras entrevista. No tendrá objeción.
–Así lo haré –respondió con convicción–.
–¿Y usted sargento? –preguntó Púlsar, aún afectado por tan estupenda noticia–. ¿Qué recibe?
–¿Yo? Mi antiguo rango y unidad.
–¿Y cuál es?
–Era capitán de Operaciones Especiales –ambos se sorprendieron de que aquél sargento desterrado hasta allí tuviera tanta solera–. Le salté los dientes a un puto general que se pasó de listo con mi gente.

miércoles, 21 de mayo de 2014

Partida de Guerra 4

Mirad lo que ha encontrado el gato. Resulta que hace meses, escribí parte de la continuación de la historia de Partida de Guerra y estos días, que me estoy animando algo más, pues bueno, he aprovechado para continuar y parece que tendremos algo más de lectura, pues he terminado casi este arco de historia.

El día había amanecido gris. Amenazadoras nubes de tormenta se deslizaban sobre la aldea ocupada y desde el Noroeste llegaba el característico sonido de los truenos, anticipados por los relámpagos que cortaban la oscuridad que venía de las montañas sureñas de Rhodok. El prisionero se mantenía sobre sus piernas, atento al ligero vértigo que sentía por la pérdida de sangre y la falta de sueño. Le dolían las muñecas allá donde los grilletes apretaban con fuerza, pues los habían elegido especialmente para él. No era un dolor imposible de soportar, pero sí continuo y lo suficientemente molesto para que no pudiera descansar por las noches adecuadamente. La venganza del sarraní iba a ser terrible si aquello era lo más suave que había ideado contra él.
–Decían, mercenario, que la compañía que te sigue, tiene hombres de todas las naciones –dijo el emir, con mirada malévola–. Y que su lealtad y valentía no tienen límites.
–Una de las cosas que decís es falsa; oh, honorable –Reissig mantuvo la mirada desafiante del noble con aplomo, antes de continuar–. En mi pequeño grupo no hay hombres y mujeres de todas las naciones, pues Calradia no es el ombligo del orbe y hay mucho más allá de sus fronteras. Pero su lealtad y valentía supera en mucho la de cualquiera. Son tan leales y tan valientes, que me encontrarán y tendrán palabras con voacé, sire.
–Tus impertinencias me divierten, pero las amenazas me preocupan, mercenario; ¿no estarás perdiendo la cabeza por saber el terrible destino que te aguarda? No podrían encontrarte ni aunque quisieran y esto, sinceramente, lo dudo.
–No, sire. Estoy perfectamente bien –sonrió, descarado–. Además, no era una amenaza. Era una promesa. Mi gente me encontrará, en un estado o en otro. Y luego lo encontrará a su excelencia, para tratarla cómo merece.
–Sí, por supuesto. Aunque sí que hay algo que me gustaría saber –Dhiyul se ajustó el decorado guante de cabalgar y le echó otro vistazo a su prisionero–. La noche era clara, lo entiendo. Pero nos aseguramos de que los centinelas no pudieran delatar a los primeros batidores. Y ciertamente no hubo alarma aquí hasta que cargamos. ¿Cómo demonios no pudimos apresar a tus hombres?
–Primero, reconozco que no pensé que aquella noche hubiera un ataque. Shariz lleva dos meses bajo asedio y todos lo saben. Con un ejército de la magnitud de su excelencia bien podría haber roto el cerco o asediado a las tropas que asediaban, cómo aquél general del antiguo Imperio. No esperaba saqueadores o bandidos tan bien organizados –miró significativamente al noble, atento a si su sarcasmo había traspasado su coraza de aparente estupidez–. Así que decidí relajar las guardias, pero impedí que mi gente acampara directamente en el lugar.
–No creas, veníamos de Shariz y el asedio ya era cosa del pasado. Esos cobardes huyeron al saber que nos acercabamos. Pero tus palabras no explican cómo supiste que éramos un ejército y no una pequeña banda, cómo la tuya.
–Claro, claro –algo venía en el aire. Las tormentas no traían sólo relámpagos y truenos desde las montañas, sino algo más conocido para su nariz y también un poco de agua, que en unas horas empaparía el seco lugar–. Verá, cómo ocurre ahora, sopla el viento. Los hombres de su merced vinieron del Sur, siguiendo sin duda el camino real a Shariz. Las noches de luna llena no son las más adecuadas para un asalto sigiloso, así que a sus batidores los ví después de echar un vistazo. Sin embargo, a su ejército lo olí.
–¡Entonces es cierto, eres un perro! –el emir soltó una risotada franca y con ganas, tras dar una fuerte palmada en su rodilla–. La chanza ha sido buena, pero en serio, tengo curiosidad real.
–No bromeo, señor. Un grupo tan grande, que viene de caminar un largo trecho sin apenas parar, muy probablemente persiguiendo un exhausto ejército, huele si se encuentra desde donde sopla el viento. El hedor a sudor, caballos y cuero es inconfundible para una nariz que esté atenta y entrenada. En cuanto ví s sus batidores reconocí el olor y me maldije por mi torpeza.
–¡Ésta sí que es buena, sí! Me dirás también que hueles a una virgen y el oro de una bolsa a dos estadios.
–¿Acaso no huele el agua en este viento, señor? Eso mismo ocurre con el olor de los grandes ejércitos. Por la nariz puede saber uno por donde viene la Muerte.

–Señora Matheld, lo tenemos todo preparado –uno de los mamelucos que servían en la compañía, liberado hacía dos años de su aprehensor swadiano y que junto con muchos de sus compañeros habían jurado lealtad a su caudillo y libertador, estaba vestido cómo para entrar él solo en una fortaleza–. Klethi ya está lista y sabe perfectamente lo que ha de hacer. Nosotros la protegeremos.
–Y a vosotros os flanquearán los mercenarios vaégires y cada caballero contratado swadiano tiene orden de llevar en la grupa a un huscarle norteño. Reñirán en corto y muy feo para dejar la brecha abierta el tiempo suficiente para que lo saquéis –se puso el tradicional casco norteño y desmontó–. Os estaré vigilando en primera línea.
–Sí señora.
–¡Chico! –Matheld terminó de ajustar las correas de la coraza con un tirón–. Ve al rey Graveth y dile que puede comenzar el ataque cómo lo hemos planeado, nosotros trataremos de penetrar sus líneas desde nuestro lado, capturar a su líder y rescatar al nuestro.

sábado, 17 de mayo de 2014

Pollito Wars: Filii Belli. Epílogo. (13)

Y aquí está, el principio del fin. Tres partes de epílogo y se acabó.

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Epílogo:


Thomas Aubrey sobrevivió a la terrible herida que casi lo mata en el abordaje. Al despertar, la noticia de que el Beaufighter había sido derribado casi había conseguido lo que no pudieron hacer los yaguis. Ahora estaban tratando reparar la fragata para poder desplegar el tren de aterrizaje y comenzar con los arreglos serios, que en vista de los primeros informes, serían incluso demasiados. El capitán había quedado satisfecho en general con el resultado de la batalla. Todos habían dado mucho de sí, vistas las circunstancias y lo inesperado de aquello, pero la lista de bajas no sólo era más larga de lo deseable, sino que reconocía en ella los nombres de muchos hombres que sirvieron bajo su mando. Hombres a los que había llegado a apreciar cómo a verdaderos amigos y que voluntariamente le habían seguido a aquél destierro, fruto de la cabezonería del antiguo almirante. Nunca ninguno le reprochó la falta de acción, o la muerte prematura de sus respectivas carreras dentro de la jerarquía, sino que continuaron a su lado en la desgracia.
–No saben si volverá a levantarse. –McQuarry se limpió la cara con la toallita hidratante que el médico le había obligado a usar–. Parece que recibió más castigo del que podía tragar y el reactor anda pasado a tiros.
–Sí, he visto la espuma térmica que han echado sobre todo el Beaufighter –a Malabestia le había sido necesaria una intervención contra quemaduras bastante seria, pero ahora las múltiples gasas regeneradoras hacían su trabajo bajo los vendajes–. Está claro que no confían en que no pueda reventar. Menos mal que tenían material de sobra para cubrirlo. ¿Dónde anda Púlsar, por cierto?
McQuarry dejó con suavidad la toallita dentro de la loción y cerró el bote para que no se secara y perdiera propiedades.
–Lo tengo buscando a los dos pelotones al completo –calló un momento antes de continuar–. A lo que queda de los dos pelotones, claro.
–No supe cuantas bajas tuvimos.
–Yo tampoco. El alférez Romen ya había desaparecido antes de la batalla y que yo sepa, nunca recibimos reemplazo para el sargento Contrera. –se abotonó la guerrera con cuidado, intentando que no se le pegara demasiado al cuerpo–. Ahora quiero saber exactamente a quién perdimos y quién está vivo. Jerguins murió delante mío, a Cusack lo aplastó un yagui y no recuerdo mucho más allá. Los tuvimos enseguida encima y aquello se convirtió en una carnicería. Aún quedan por reconocer más de quince cuerpos y que nadie llevara las putas chapas no ayuda.
–Es posible que el resto se haya escondido y así siga.
–Sí, lo es. Yo mismo apenas pude evitar salir corriendo en cuanto llegaron a la trinchera y juro por Laika que casi me lo hago encima cuando tuve a uno de esos hijos de puta delante. No me sorprendería que estén en shock.
–La verdad es que no me acuerdo demasiado de nada –admitió Mala, que tenía serias lagunas de memoria–. Antes de que llegaran a cuerpo a cuerpo y alguna imagen suelta de después. Hasta el destructor es lo que hay.
–¿Tienes ya cita con el psiquiatra de los mineros? –el sargento la miró significativamente–. Ya te he dicho que te pusiste... desagradable.
–No, no. Tengo que ir.
–Es una orden para ayer, soldado. Mañana quiero que tenga de una maldita vez hora –dijo, ajustándose los galones en la guerrera– No podemos arriesgarnos, por mucho que no le pueda gustar lo que salga.
–Sí sargento.

El mando central de la N.A.M.E. se había puesto ya en contacto con el capitán Aubrey, para mandarle una fría felicitación, órdenes y las condecoraciones que considerara oportunas. Thomas leyó el extenso mensaje desde el barracón donde se le había alojado a él, a la comandante Kahina, el primer oficial Lykaios Enister y a algunos de los veteranos más heridos. No pudo menos que sonreír, sarcástico ante el repentino interés que parecía sentir la alianza por ellos de nuevo, hasta que sus cansados ojos azules pasaron por las órdenes y destinos de todos ellos. No explotó, ni siquiera se quejó en voz baja. Simplemente, dejó que la desagradable sonrisa desapareciera de su rostro y terminó de leer el resto del documento con semblante serio, ajeno a la conversación sobre cómo destripar yaguis que Sauri y Lykaios mantenían desde hacía un rato.
Estaba furioso, claro; pero no quería aguar todavía la fiesta que sabía que los mineros habían preparado cómo agradecimiento por el buen hacer de los militares allí. No es que fuera a ser opulenta, pero sería agradable después de los últimos sucesos, en especial por todas las negligencias que se podían apreciar ahora, pasado el susto. La más grande, la del propio capitán de navío por dar luenga correa a sus más directos subordinados, que mandaban áreas clave, cómo la batería de tierra o el botiquín. Calculó mentalmente cuántas bajas podrían ser consecuencia directa de aquellas estúpidas decisiones y se maldijo mentalmente. Era su responsabilidad y había fallado, trayendo miseria a aquella victoria.
–¿En qué piensas, Thomas?
Se giró a Sauri. Hacía años que no lo tuteaba. El tuteo durante el servicio no está permitido y para evitar incómodas conversaciones, Aubrey siempre estaba de servicio. Se la quedó mirando varios segundos sin responder, filtrando la frase y haciéndola pasar por su agotado cerebro.
–Tengo que escribir muchos mensajes de condolencias. Hacía mucho que no... Que no.
–Lo sé Thomas. Ya lo sé.
–Sauri –le costaba hablar–, yo… Quería decirte que…
–¿Sí, Tom?
Se quedaron mirando. El capitán había tenido una cierta fama de conquistador gracias a su gran porte y su carácter alegre. Con el tiempo, se había visto que era mucho más tímido de lo que dejaba ver y las experiencias habían aguado gran parte del buen humor. Así que a la comandante no le extrañó que desviara la vista de nuevo hacia el modesto escritorio, que no era más que una mesa con un cajón.
–Echo de menos aquello –hizo un gesto difícil de interpretar con la mano y su mirada–. Lo que pasamos. El matrimonio. Los hijos. Todo. Sé que luego todo se torció; todo… Y lo jodí. Y lo siento, pero aún así… Aún así, si termina la guerra, me gustaría...
–No has cambiado en nada Thomas –le dijo ella, siguiendo su línea de pensamiento–. Diría que me alegro, pero esto te afecta demasiado para la edad que ya tienes. Ya hablaremos sobre lo que nos gustaría hacer después de la guerra, cuando la terminemos.
–Si a lo que hacemos lo podemos llamar guerra, claro –apunto Lykaios, agudo–. Llevamos atascados aquí un buen tiempo y la flota no para quieta para que los putos pollos no les den por saco a base de bien.
El barracón entero caviló en silencio todas las posibilidades que tenían de sobrevivir a aquello. No ya de que alguna acción terminara con su vida, sino de que la situación acabara alargandose demasiado.
–Sauri, hay algo que necesito que se haga –dijo de pronto Aubrey, rompiendo el silencio–. No es algo limpio y por desgracia no puedo intervenir tal y cómo estoy.
–¿Qué es lo que hay que hacer?
–Te voy a pasar unos nombres –dijo, cogiendo uno de los papeles de su mesa–. Buscarás a esa gente y serán asesinados.
La sala se giró hacia él expectante. El capitán no era un tipo discreto y no había pretendido que dejara de escucharse. Quería que a todos les quedaba claro quién ordenaba aquellas muertes y por qué.

domingo, 11 de mayo de 2014

Pollito Wars: Filii Belli (12)

Bueno, técnicamente, menos de una semana. Sólo han sido seis días.

En fin... doceava entrega y final de la segunda parte. A partir de ahora, viene el epílogo, algo más largo, pero cuando finalice; se acabó, no he tenido fuerzas ni ganas para escribir nada más, excepto alguna cosa suelta. No tengo continuaciones de nada, no he podido completar guiones y estoy completamente seco. Lo siento realmente, no sólo por vosotros, sino desde un punto de vista completamente egoísta y personal. No me gusta ver la Senda tan abandonada y no me gusta que mis proyectos se queden parados, especialmente para una vez que no estoy siendo especialmente vago.
Cualquier sugerencia para relato breve será bien recibida y evidentemente, en caso de realizarse, esperad al menos, agradecimientos y crédito (dudo que saque dinero de ello, pero si se diera el caso, royalties).

Siguiente actualización dentro de 5 días.


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–Estamos preparados para disparar –dijo la voz en el comunicador desde el interior del destructor–. Confirmen.
–¡Listos! –respondieron los tres de una sola vez–.
–Bien, conectamos la refrigeración, preparados para hacer fuego –dijo de nuevo–. Eleven dos grados más el cañón.
Fuera, los tres gruñeron para levantarlo. Ninguno tenía una idea exacta de si le acertarían a la primera, pero sabían que mantendrían el disparo durante unos selaikas, para maximizar el daño producido, ya que probablemente, sólo funcionaría una vez antes de que se quemaran los acumuladores.
–No miréis directamente a la boca del cañón –les informaron–, de verdad, que no queréis hacerlo. Enfocad el objetivo y entornad los ojos aunque llevéis la máscara.
–Recibido. ¿Estamos preparados? –Mala y Púlsar asintieron a la vez, decidida una y resignado el otro–. Bien, control de fuego. Ha llegado la holaika de una maldita vez. No más putas correcciones.
En el desvencijado puente del destructor, unos pocos oficiales y su capitán organizaban el fuego.
–Disparo en 3, 2, 1... –último vistazo rápido, antes de oprimir el disparador–. ¡Fuego!
Los acumuladores chillaron, la instalación se puso al rojo, mientras el sistema de refrigeración emitía vapor. Pero nada ocurrió. El P.C.D. mantuvo el silencio. Un nervioso silencio recorrió los puestos del puente.
–¿Eh? –comenzó a decir Púlsar–. ¿No pasa..?
Sin más ruido, con un destello que oscureció el cielo a su alrededor, un haz luminoso que unos dijeron era azul pero otros jurarían que se acercaba más al verde, aunque todos coincidirían en que en su centro era de un blanco puro, se materializó de pronto sin que a ojos vista recorriera el camino intermedio entre el navío pirata y el destructor derribado. Desde la órbita, el resplandor que cegaba a todos cuanto lo miraban, era de una belleza siniestra y los que lo pudieron contemplar desde la presa capturada lo admiraron. En la desastrosa nave yagui, hubo una enorme explosión de chispas y se pudo escuchar claramente el casco retorciéndose en largas hebras metálicas que caían fundidas. Dio una brusca guiñada, para ofrecer el frontal y sus cañones abrieron fuego para contrarrestar el poderoso disparo. El surco brillante de la superficie de la nave supuraba cómo una enorme herida infectada. Varios impactos cayeron cerca del destructor e incluso uno acertó, pero el láser no varió su potencia ni su precisión.
Púlsar tenía los ojos completamente cerrados. McQuarry se miraba la punta de la nariz tratando de conseguir que la sombra de Mala le cubriera la cara. Por su parte, la semiyagui era incapaz de no emocionarse. Aquello era lo que buscaba. Un arma a su altura, en varios sentidos. Rugió, de salvaje satisfacción, elevando su brutal grito a los cielos. Los guantes estallaron en llamas y sus ojos lloraban, pues a pesar de la careta de protección aquello brillaba demasiado. Las capas del equipo anti-incendios echaban humo y ella ardía debajo cómo si tuviera fiebre roja. Pero lo estaba disfrutando.
El navío yagui, incapaz de acertar ningún disparo, trató de huir, pero no pudo. El tremendo haz de luz licuó el escaso blindaje posterior y lo atravesó de parte a parte, matando y desintegrando todo lo que se interponía en su camino. En apenas un selaika, el reactor dejó de actuar y el navío pirata cayó a la superficie con un enorme estrépito. Antes incluso de que se confirmara cómo derribo, los acumuladores del cañón se quemaron y dejó de funcionar. Inmediatamente, el trío lo soltó, haciéndose a un lado para evitar que los aplastara. Púlsar, mareado pero intacto, rodó hacia su derecha y casi cae por el inclinado casco, pero por suerte, la jefa del equipo de emergencia pudo atraparlo. McQuarry se trataba de apagar los brazos a golpes, que eran las zonas que habían quedado expuestas, pues Mala cubría el resto. Estaba muy desorientado y apenas veía, además de que tenía un calor infernal. Mala, sin embargo, ardía entera. Los tripulantes se acercaron con rapidez, y la rociaron con los extintores, antes de tirarle encima las mantas ignífugas. En cuanto las llamas parecían sofocadas, se ocuparon del sargento, que rodaba tratando de apagar las suyas y no dejaba de gritar; “¡cabrones, pasadme un extintor!”.
Ayudaron a los tres a retirarse las prendas de protección. Púlsar estaba febril y respiraba con dificultad enterrado completamente en gasas húmedas, pero parecía entero. McQuarry tenía chamuscado el pelaje superior y se dejaba humedecer, incapaz de responder por el calor que sentía.
–Ha de ser mío –dijo Malabestia, mirando fijamente el cañón caído, que echaba vapor y humo y chisporroteaba al contacto con el casco blindado del destructor.. Tenía los ojos inyectados en sangre y llorosos, que no apartaba del P.C.D.. Era todo hollín que se había desprendido de la ropa y se le quedaba pegado por el sudor, que le escocía en las quemaduras que se repartían por su cuerpo, que aunque impresionaban, no eran de consideración–. Ese trasto ha de ser mío.
En la lejanía, la nave crepitaba, incendiado su interior. Apenas diez milaikas después y sin que se observara ningún superviviente, explotó en una violenta deflagración, cuya onda expansiva hizo que se tambalearan.

lunes, 5 de mayo de 2014

Pollito Wars: Filii Belli (11)

El siguiente en menos de una semana, que hay que compensar el parón.


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–¡Conectad el reactor de respaldo! –Énister se aguantaba gracias a la barra que hace añolaikas había hecho instalar en el alcázar previendo situaciones cómo aquella–. ¡Repulsores inferiores, a toda potencia!
–¡Señor, el reactor de respaldo falla! ¡También ha resultado dañado!
La fragata, envuelta en llamas, caía todavía movida por su propia inercia, pero la proa estaba cada vez más inclinada hacia el suelo.
–Que los ingenieros intenten un reinicio de emergencia –dijo, incapaz ya de gritar por la urgencia–. Todos a sus puestos de colisión.
Abajo, en el interior de la nave, el reactor intentaba ponerse en marcha de nuevo. Los ingenieros reparaban los fallos visibles con rapidez, sabiendo que en breve, no habría tiempo para nada más. Usaron los cebadores manuales, destinados a dar un pequeño pico energético, para que el resto del reactor comenzara a producir de forma autónoma.
–¡Tenemos energía! –gritó de pronto el piloto, atento como estaba a los repulsores–. ¡Repuslores inferiores de proa, a toda potencia!
El navío enderezó la proa y la levantó, frenando la caída.
–Avante media, repulsores, ¡compensad! –Énister revisó los datos del panel y se volvió a sentar en el sillón de mando, en el que pocas veces se había aposentado–. ¡Preparados para el impacto!
A pesar de volver a tener el sistema de maniobra, la fragata había descendido demasiado y demasiado deprisa. La popa tocó la superficie con tal violencia que el navío se combó antes de impactar con el resto del casco, que se arrastró destrozando rocas y abriendo un enorme surco en tierra.
En su interior, la tripulación trataba de ponerse en pie a oscuras. Algunos habían podido llegar a sus puestos de emergencia pero otros no habían tenido tanta suerte y poblarían la enfermería los siguientes dilaikas. O la morgue.
–Informe de daños –dijo el primer oficial, consciente de que el cinto de seguridad parecía haberle partido una o dos costillas–. Y si es posible levantar de nuevo el Beaufighter hagámoslo.
–El reactor aguanta, pero tenemos los repulsores tan dañados que habrá que repararlos antes de volver a movernos.
–¿Los escudos?
–Caídos
–¿El soporte vital?
–Hemos abierto la ventilación, porque el sistema de vida no responde.
–¿Armamento?
–La mitad de las baterías pesadas están destruidas. De las ligeras, aún podríamos disparar un quince por ciento de ellas.
–Suficiente, preparados para reanudar fuego. Tenemos que derribarlos antes de que puedan escapar.

–Preparados –dijo McQuarry por el comunicador al puente del destructor caído–. Estamos en posición de disparo.
–Aquí puente, recibido. Les pasamos con el control de fuego.
–Aquí control de fuego, ¿me reciben?
–Soy Malabestia, indíquenos cuando encuadre al destructor en la mira.
–Espere un momento Malabestia, estamos dirigiendo toda la energía disponible a ese cañón. Tardará un poco.
–Comienza a pesar.
–Somos conscientes, vamos todo lo rápido que podemos.

–A mi señal, fuego concentrado, nada de tirar a lo loco– dijo Énister, de nuevo en pie–. Lo quiero en sus motores. En cuanto tengamos tiro.
–Sí señor. –el oficial de sensores esperó hasta que el aviso en verde saltara ante sus ojos –señor, están dentro del rango de combate.
–Qué rápido. Muy bien –se acercó a los monitores que le mostraban la visual–, abrid fuego.
Los rayos volvieron. Desde los afustes en el casco del que todavía asomaban las lenguas de fuego, pero no conseguían ocultar los haces de muerte que la fragata disparaba desde el suelo, incapaz de realizar movimiento alguno.
Desde lejos, el espectáculo era aterrador. El brutal zumbido de los disparos llenaba el aire incluso a la zona donde reposaba el destructor desde el que el trío ya apuntaba el cañón P.C.D. en dirección al navío pirata.
–Están muy lejos no creo que les lleguemos a dar –Púlsar era el más cercano al afuste y aguantaba con dificultad con los brazos extendidos para ayudar a Malabestia con el cañón–, tal vez el Beaufighter pueda derribarlos sin que tengamos que actuar nosotros o la batería de tierra sea capaz de disparar de una maldita vez por todas y así no atraer la atención de esos hijos de puta que se mueren por roer nuestros huesos y sorbernos el tuétano.
–Púlsar –dijo Mala, apretando la mandíbula tratando de concentrarse en el extremo del cañón–, eres todo un optimista.
–Me lo dicen en muchas ocasiones gracias, la verdad es que poca gente cree que yo sea pesimista porque mi sola forma de encarar la vida es un...
–Era broma.
–Oh.
El ardillamativo se calló contrariado. Le costaba en ocasiones captar esas cosas. Antes de que intentara responder, una escotilla se abrió pesadamente.
–Hola, hemos venido a ayudar –dijo una de las tripulantes del destructor, armada con extintores y acompañada de una cuadrilla de tripulantes–. Traemos equipo de extinción, agua y todo lo que hemos encontrado para las quemaduras.
El trío se les quedó mirando sin saber qué decir.
–Conseguís que no me convenza todo esto, desde luego –resumió el sargento el pensamiento de sus subordinados–. ¿Tan mal vamos a quedar?
–Pues... –dijo la chica–. Esperamos que no, pero... Tengan en cuenta que es por seguridad. Han calculado que el disparo puede corresponder a una batería orbital y generalmente nadie se acerca al proyector del haz tanto. Nunca se ha disparado un P.C.D. usando toda la capacidad del reactor.
–Vale, que no tenéis ni idea.
–Estaremos aquí, de espaldas. Nos han ordenado que no lo miremos directamente. En cuanto el disparo termine, os auxiliaremos aunque no parezca necesario.
–Es agradable al menos, gracias.