domingo, 27 de julio de 2014

Partida de Guerra 8

Última entrega de este arco argumental.

–Esa es nuestra costumbre –el rey Graveth, con sus facciones duras bebía vino relajado, con el brazo herido en cabestrillo–. Y así nos ha ido bien.
–Alteza, no dudo que hayáis salido victorioso de vuestras guerras, ni dudo que vayáis a salir victorioso –Reissig todavía no podía incorporarse por orden de su nuevo médico y yacía todavía en su camastro, rara deferencia que no se solía reservar a muchos, pese a lo heridos que pudieran estar–. Sólo sugiero que el coste de las victorias es excesivo para el pueblo.
Se hizo el silencio en la sala. Había ordenado que los dejaran a solas, pues disfrutaba de poder hablar con franqueza con el antiguo mercenario. Volvió a servirse vino y dirigió la jarra hacia el herido, que negó con la cabeza.
–No se pueden cambiar las costumbres tan fácilmente –sacudió la cabeza y apuró de una sola vez el vaso–. Aquí las cosas no cambian fácilmente, todo anda sujeto a tradiciones, costumbres y cosas así. No puedo saltármelas. Yo no.
–Su Alteza, lo comprendo. Sólo he solicitado esta audiencia para poder expresarme respecto a este asunto. Sé de buena tinta que los del Norte son más que capaces de derrotarnos en un combate de infantería. No nos faltan redaños, señor, lo que nos sobra es infantería especializada en matar caballeros.
–Y tanto que los sé. Cada asedio torna en sangría y la última contra Dhiyul ha causado no poca baja entre mis tropas –bajó la cabeza y se miró los pies, casi sumiso–. No sé si podré armar a suficientes hombres para enfrentarme a los del Norte. Mucho menos entrenarlos adecuadamente.
–Esta última batalla os ha hecho demasiado daño –desvió el mercenario la mirada, avergonzado–. Me habéis cargado con una deuda que no podré pagar nunca y no sólo cuento con la vida de vuestros hombres. Me atraparon por incompetente y ahora esa culpa pesa sobre mis espaldas.
Graveth lo observó largo y en silencio. El mercenario, si bien nunca había parecido especialmente piadoso, sí que procuraba reducir al mínimo sus bajas. Parecía sinceramente abatido, al margen de la palidez y debilidad que sus heridas le proporcionaban.
–Tonterías, todos hemos cometido errores en algún momento. No tiene sentido culparse.
–Alteza, si no me hubierais nombrado barón; ¿me libraría de tal castigo?
De nuevo, el rey lo miró. Esta vez se encontró con la mirada dura y afilada de Reissig, no con su debilidad.
–No pensemos en cosas que no van a ocurrir, por favor os lo pido; ¡con demasiadas preocupaciones tengo que lidiar ya sin preguntarme si mandaría castigar a mi amigo!
Los ecos se mantuvieron varios segundos, acallados a cada momento por los cortinajes. Dos guardias entraron, más no tardaron en marcharse ante el gesto enfadado del propio monarca.
–Reissig, sois mi amigo. No sólo por aprecio personal, que lo tengo, sino porque desde que acepté vuestro brazo y soldadesca, no hay nación en Calradia que se enfrente con seguridad a nos. Si todavía no os he entregado el bastón de mariscal es porque no gozáis precisamente de la simpatía de vuestros iguales.
–Lo sé.
–Por supuesto que lo sabéis. Sois vos. Vos lo sabéis todo.
–Pero no es el bastón de mariscal lo que ansío y esto también lo sabéis, Alteza.
–Nunca os he visto intrigar como a los otros para conseguirlo –sonrió y volvió a llenar el vaso–. No hay a nadie a quien no traicionaran por mandar y ser más que nadie. Dentro de poco tendré que cuidar mi propio cuello.
–Si necesitáis que baje los humos de alguien…
–¡Jajajajajajaj! –la risa explotó con ganas, enviando salpicaduras del buen vino hasta los tapices que colgaban en la pared–. ¡No gracias! La última vez que le bajasteis los humos a alguno de mis leales señores comenzó a necesitar que le cortaran la carne. Pero si lo que deseáis es quitaros el peso que os incomoda, creo que podría encontraros un uso que nos satisfaga a ambos y no soliviante a la tradición de mi país…

¿Que vamos a qué? –Bunduk a punto estuvo de dejar caer la ballesta, que le estaba aplicando el sebo–. Graveth sabe que ya no somos un grupo mercenario como antes, ¿no?
–Sí, pero parece que las cosas no van tan bien como parecen. Aquí están muy habituados a matar swadianos y con sus armas y tácticas es fácil, pero como se han metido en guerras contra otros la cosa ha cambiado –Matheld explicaba con cuidado las condiciones del acuerdo. No porque le costara recordarlo, sino porque no siempre la audiencia era buena entendedora–. Los swadianos son igual de idiotas y no cambian, se creen que viven en su mundo de caballerías y no necesitan otra cosa, pero tanto los sarraníes como lo de las estepas han provocado muchas bajas. Nuestro señor ha señalado nuestro buen hacer durante la guerra y le ha sugerido que además de por las tácticas, ha ocurrido por la flexibilidad de la que gozamos y parece haber empujado el buen juicio del rey.
–Pero eso de servir como reclutadores…
Todos los mercenarios allí reunidos comenzaron un interminable murmullo. A algunos no les hacía demasiada gracia y a otros les apetecía recorrer libremente los campos sin tener que estar pensando en el siguiente rancho, el siguiente asedio o la siguiente batalla.
–Por favor, silencio –la soldado hizo gestos para que se callaran y los murmullos cesaron–. Quien lo desee, se quedará con el grueso de las tropas, bajo mi mando. Tenemos orden de ayudar en el entrenamiento de los nuevos reclutas. El resto, partirán con el barón y contribuirán a reclutar y adiestrar a nuevos soldados. Cada uno en su especialidad. El problema, es que esto será mientras marchamos hacia el Norte, así que habremos de ser rápidos. ¿Queda claro?
–Sí señora –dijeron al unísono–.
–Mi señora Matheld, podría acompañarme un minuto por favor –Nízar se le había acercado, con aparente galantería, como siempre–. Klethi, por favor querida, necesito también de tí.
Marcharon los tres hasta un lugar apartado del castillo de Weyyah con paso ligero, con Nízar lanzando discretas miradas a todos lados, atento a si los seguían.
–Nízar, muy atrevido eres para… –comenzó Klethi, más un gesto del poeta la frenó de continuar–.
–Disculpad el secreto, pero confío en ambas más que en la mayoría de nuestros comunes compañeros y a fé mía que tenéis un aprecio especial por nuestro augusto barón –comenzó a decir, levemente agitado, que en él, se trataba de mucho más de lo habitual incluso en las peores situaciones–. Tengo oídos en muchos lugares y he escuchado en varios que hay malvados que tienen terribles intenciones para nuestro patrón.
–Nízar, no es nada nuevo –ambas mujeres no pudieron contenerse ante lo obvio de aquella noticia.
–No, me refiero a que no traman nada bueno para él fuera de los campos de batalla. Alguien planea asesinarlo, aprovechando que no puede defenderse por sí mismo.
–Lo creen inválido.
–Que no lo esté no significa que no vayan a intentarlo.
–En ese caso, iré con él –sentenció Matheld, endurecida por la noticia–. Ahora pensaré quién se queda para capitanear las tropas en nuestra ausencia.
–Matheld, eso sería una imprudencia –el poeta sonrió, consciente del aprecio de la mujer por el antiguo mercenario–. No debemos despertar sospechas, pues mis oídos son sensibles y podrían salir heridos. Además, capturar a un asesino bien nos podría ayudar a prevenir futuros golpes.
–Nízar, habla claro por favor –dijo Matheld, irritada–. No tengo paciencia ahora.
–Sí señora. Lo que quiero decir, es que vos os quedéis y hagáis el trabajo que teníais planeado. Sin embargo, Klethi, aquí presente –la señaló con la mano, dirigiéndose con suavidad a la joven–, acompañará y asistirá a nuestro querido barón y será su sombra. Si alguien comete la insensatez intentar alguna felonía, se encontrará de frente a su fiel guardiana.
–¿Yo? –preguntó incrédula–. Pero si lo mío es lanzar jabalinas, dagas a lo sumo, no soy centinela, no podría…
–Amiga mía, en cada ocasión que algún tonto levanta la mano contra nuestro patrón --sonrió el soldado poeta ampliamente, mostrando la hilera de blancos dientes–, os ponéis tensa como un resorte y el pobre que osa, acaba en muy mal estado. Lo hemos visto varias veces, en tabernas, en calles bañadas por la luz de las estrellas y recientemente en plena batalla. Tenéis unos reflejos relampagueantes y no dudáis en matar.
–Es cierto –asintió Matheld con la cabeza, mirando a la joven pelirroja, que se debatía entre el orgullo y la timidez que la asaltaba–. Los mamelucos me han dicho que el tiro fue increíble, digno de un torneo. Incluso si hubieras ido a pie.
–Yo, reconozco que era difícil de conseguir, pero no creo que…
–Tonterías. Además, bien sabemos que nuestro señor está ansioso de verse recuperado y no lo verás quieto mientras vos lo defendéis.
–En todo caso, que no se mueva más que cuando el galeno lo mande –advirtió la norteña con gesto serio–. Has de ser firme con él respecto a eso.
–¿Firme? –preguntó, casi divertida, pues la afirmación no le parecía fácil de mantener en la práctica–. ¿Con él?
–Pues sí. No has de mostrar debilidad ante él y mantener tu posición. Es lo que hago yo. Y me funciona.
–Yo, eh. Lo intentaré… –vio que Matheld la observaba cuidadosamente y tuvo un momento de pánico–. Lo haré. Seré firme. Lo prometo.

FIN


¡Y eso es todo de momento! Resulta que estaba transcribiendo cosas de mi libreta eterna y me he acordado deque tenía esta parte lista para la publicación, así que creo que ya era hora de dar un brochazo final a este arco argumental. Reissig y compañía nos dejan de momento, pero no por mucho tiempo, espero, pues me he divertido mucho narrando esta pequeña aventura y me encantará continuar sus andanzas en otro momento.

jueves, 17 de julio de 2014

Partida de Guerra 7

Ala, otro trocito más que tenía escrito por ahí:

Había asistido al espectáculo de cómo Klethi le cortaba los dedos a Dhiyul uno por uno, mientras éste se debatía inútilmente, pues ella avezada saqueadora, ya le había cortado sabiamente los tendones necesarios para que los moviera lo menos posible. Al final, Reissig se había desmayado y silenciosamente el mameluco lo había sentado en su silla de montar y lo había llevado con cuidado hasta la casa que el médico lo condujo. Tras unas curas rápidas, destinadas a tapar las heridas que ya deberían estar cerradas, salió para ver el estado del resto de sus pacientes y se encontró un número sorprendentemente bajo de heridos entre la compañía del mercenario. Contusionados, algún tajo menor, pero ningún muerto. Lo realmente devastador había sido la primera línea de infantería que se había interpuesto a ellos. Prácticamente ninguno de los infantes sarraníes había sobrevivido al embate. Y los que vivían preferirían no hacerlo, pues el estado de sus mutilaciones era tan enorme que no podría decirse si vivirían, pues algunos no podrían hacerse cargo de ellos mismos. Más esperanzador era el de la segunda línea, montada a toda prisa por el capitán desconocido, pues el primer impacto contra los mamelucos había sido leve y los swadianos no habían encontrado apenas resistencia, ya que estos se habían rendido rápido. Aún así, el saldo era de diecinueve muertos y cuarenta heridos, contando a su capitán, que tenía un tajo bien feo en el costado, pero que respondía bien. Fahd era el nombre de tal capitán y había tratado de formar la línea al ver que la primera no hacía mucho frente a la caballería.
–Pero mis tropas no eran tal, sino pobres campesinos, mal armados, a los que apenas he podido entrenar –dijo afligido, mientras le cosía la herida–. No eran malos hombres, pero el maldito emir se empeñó en reclutarlos a la fuerza y los pobres no han tenido oportunidad. Pero nadie podrá decir que no fueron valientes.
–Entonces, señor, mejor no le cuento algo de lo que me he enterado.
–¿El qué? ¡Por favor, hablad!
–Dhiyul hacía guerra por su cuenta. Los reinos habían llegado a la paz aunque fuera por un tiempo. Atacar esta aldea, esta batalla, todo esto. Todo lo ha hecho sin permiso del sultán.
–¡Traición! ¡Es posible que el sultán cuelgue a sus oficiales! ¿Cómo no me di cuenta?
–Pocos lo sabían, al parecer.

–Estáis despierto.
Matheld se inclinó sobre el yaciente. Ya no llevaba su acostumbrada cota de bandas y estaba desarmada. Pero no parecía prisionera, sino saludable y libre. Eso tranquilizó al mercenario lo suficiente para tratar de incorporarse sobre los hombros, pero el cuerpo le dolía tanto que no hizo falta ni media negativa de la norteña.
–Habéis perdido mucha sangre; el matasanos ha dicho que no os permita moveros –sentenció segura de su autoridad sobre el herido–. Así que más vale que no os mováis o tendré que ataros al catre.
–¿Cómo ha ido la batalla? –preguntó débilmente, sorprendido de su floja voz–. Entiendo que hemos vencido. Nuestro bando.
–La compañía apenas ha tenido bajas. Algunos heridos, nada serio y un par de muertos por los putos arqueros –casi escupía al decir esto; detestaba a los saeteros, jabalineros, arqueros, o cualquiera que peleara de lejos. Sin embargo, hacía excepciones, pues Klethi le caía en gracia y su propio líder era un consumado arquero sobre su montura, Válka–. La gente de Graveth lo ha pasado peor. Le ha costado mucho alcanzar el centro de su línea, sus tropas estaban demasiado cansadas para la tarea, más hay que reconocer que los saeteros que entrenan son muy buenos. Ellos solos han hecho una escabechina decente. Al final hemos unido nuestros esfuerzos a los suyos, desde la retaguardia enemiga, portando el casco decorado de Dhiyul, como prueba y los pocos que no se han rendido han sido pasados por la espada.
–Bien.
–El galeno se ha empeñado en curar a cualquiera que estuviera a su alcance…
–Está bien, tal era mi deseo.
–Bien señor.
–Matheld, gracias por volver a por mí, aunque debo decir que ha sido una imprudencia.
–Señor, nos encontramos que el rey Graveth y entre todos trazamos el plan –sonrió la norteña, incorporándose en su gran altura para alcanzar un botijo de agua fresca y un vaso de metal–. Con semejante apoyo, habríamos sido tachados de cobardes de no haber vuelto.
–Gracias por el agua –bebió ávido, pues debía de hacer una pequeña eternidad que no se llevaba un trago a la boca y tenía los labios agrietados–. Por los dioses, qué sed tenía. ¿Dhiyul sigue vivo?
–Han pasado dos días. Está muerto.
–¿Pero ha muerto como ordené que muriera?
–Nadie, excepto las bestias salvajes se le han acercado –frunció el ceño ligeramente al recordar los estremecedores chillidos–. Al final dejó de gritar y no sabemos en qué momento murió, pero para entonces todavía quedaba carne que aún devoran los carroñeros y parecía agitarse, pero el galeno nos ha explicado que ocurre en ocasiones en algunos cadáveres que están siendo devorados.
–Bien. Un poco más de leyenda para que los enemigos se lo hagan encima nada más avisten nuestro estandarte.
–Prefiero el embate honesto, pero entiendo bien por qué lo hacéis. Ya sabéis que las triquiñuelas no son lo mío.
–Si me puedo ahorrar un par de docenas de muertos y engrosar las filas de los prisioneros, ya sabes que lo haré. Un ejército asustado es muy fácil que pase a ser un ejército rendido. O destrozado –pensó con dificultad en ejércitos y en los últimos acontecimientos–. ¿Cómo han quedado las fuerzas del rey?
–Su Alteza ha recibido una flecha, gentileza de uno de esos malditos arqueros, pero está bien y se recupera, ya sabéis que es fuerte y testarudo. Respecto a su gente… Bueno, para la campaña en el norte va a tener que reorganizar su ejército, pues la infantería ha sido masacrada, cosa que no ha ocurrido con sus saeteros. No traía caballería, pues eran las fuerzas de asedio destinadas a Shariz.
–He de hablar con él. Llevo varias semanas tratando de convencerle para que abandone el rígido sistema que usan desde que se independizaron. La guerra con Swadia siempre vuelve, pero no le hace ningún bien disponer de tropa especializada en masacrar caballería pesada si el mes que viene se enfrenta a los jinetes de las estepas y en cuatro más se hace matar contra la durísima infantería pesada del norte.
–Todavía no estáis recuperado cómo para…
–No estoy diciendo que quiera ponerme a cabalgar, sólo quiero entrevistarme con Graveth antes de que comience a armar un ejército de nuevo según las costumbres. ¿Podrías interesarte por su estado y si es posible, concertar una audiencia?
–Sire…
–Matheld, si hace falta, me cargarás tú, pero voy a hacer valer mi amistad con él para que la guerra con el Norte no sea un baño de sangre para nosotros. Cada vez que sus ejércitos se encuentran con una tropa de desarrapados con arcos potentes y caballos resistentes pierde a gran cantidad de hombres. Los grandes escudos de los sargentos y los paveses de los ballesteros hacen mucho, pero antes o después encajan algún tiro y los arqueros a caballo o incluso a pie se pueden tomar todo el tiempo del mundo.
–En ese caso, así lo haré, aunque el galeno ha sido muy insistente en que no debíamos…
–Pues no me mováis coño, coged la cama y llevadla hasta él conmigo encima.
–Así se hará entonces sire.
–Gracias. Déjame el botijo a mano, por favor, y ordena que cada cierto tiempo me traigan más, me muero de sed.
–Haremos lo que mande el galeno –dijo, alejando el recipiente–. Y el galeno manda que el agua, será con mesura.
–No era una sugerencia, Matheld –dijo, visiblemente irritado–.
La mujer le lanzó una gélida mirada. No había título nobiliario, cantidad de dinero o liderazgo que pudiera superar la enorme fuerza moral que irradiaba Matheld.
–Claro, que también me puedo contentar con algunos sorbitos –repuso tras unos segundos sosteniendo la mirada estoicamente–. Sí, unos sorbitos estarán bien, no hay que abusar.


Bueno, queda una sola entrega escrita (y en total) de este arco argumental, así que por desgracia, cuando termine, se acabó hasta que me ponga con el siguiente, que probablemente se retrase en favor de otros proyectos (a poco tiempo hay que priorizar un poco, por desgracia).

Recomiendo que mañana 17, si vivís en Valencia ciudad y alrededores, no salgáis de casa a partir de las nueve de la mañana. Que soy un peligro todavía con el camión, jejejejeje.

viernes, 11 de julio de 2014

Partida de Guerra 6

Klethi lo había visto. Los mamelucos lo habían visto. Al pasar por encima de los pobremente armados infantes que les habían salido al paso, a los cuales habían ignorado, se habían percatado de que su señor era el andrajoso aquél que hablaba con el tipo de aspecto recargado y caro. A todos les había entrado la urgencia al ver que el noble cogía el sable y Klethi se los había apartado de enmedio a gritos, al tiempo que sacaba una de sus mejores jabalinas, reforzada y equilibrada por un maestro herrero que había cobrado muy bien por su trabajo.
–¡Salid del medio! –soltó las riendas de la yegua de su líder y la apremió–. ¡Ve Válka, ve por él!
La yegua, libre de peso y ataduras salió al galope, tan rápida que parecía que volara, directa hacia su amo. Klethi por su parte, se afianzó sobre los estribos, equilibró su cuerpo y mantuvo la mirada fija en la figura que mantenía el sable en alto ante Reissig. Contuvo la respiración. No había vuelta atrás. Con un movimiento rápido y preciso, cómo de resorte, el brazo salió despedido hacia adelante y la jabalina voló, no alto, sino recta y muy, muy rápida, tanto que siseaba al cortar el aire. Pasó rozando la cabeza del mercenario, se incrustó en el abdomen de Dhiyul y no paró hasta que atravesó dos vértebras, rompió la espina dorsal y salió por la espalda.
El emir se sentó. Incapaces sus piernas de sostenerle, ni chilló, sólo soltó el sable y cayó sobre sus posaderas. El rostro, cubierto cómo estaba no se podía ver, pero estaba lívido y las lágrimas caían con profusión de sus ojos, pues el dolor era tan atroz que lo había privado de cualquier sonido. Inmediatamente, los mamelucos estallaron en gritos de alegría y felicitaciones para la muchacha, que había logrado el mejor tiro de su carrera.
–Por los dioses, necesito vomitar –fue lo único que pudo decir, pasado el momento–.
–¡Gran disparo, Klethi! –al mercenario le temblaban las manos perceptiblemente y trataba de disimularlo frotándose los grilletes–. ¡Ven Válka, ven bonita!
La yegua se acercó al galope y Reissig cogió el lucero del alba. Puso atención a los dos soldados que venían y agarró el arma con ambas manos. Desvió el primer sablazo hacia la arena, con esperanzas de quebrar el sable, pero sus escasas fuerzas se lo impidieron. Le atizó una patada para quitárselo de encima y algo le hizo mucho daño en el muslo; el tajo que había recibido contra los batidores estaba sangrando.
Los mamelucos seguían acercándose a toda velocidad, pero dependía todavía de él mismo y no podía contar con que Klethi repitiera la hazaña. Se retiró, fingiendo que la herida dolía más de lo que parecía, dejando que el lucero del alba cayera ligeramente. Uno de ellos avanzó dos pasos, los suficientes para que en un rápido movimiento ascendente le hundiera la mandíbula inferior con un crujido espantoso y lo dejara inerte en el suelo.
–Mira, hijo. De verdad –le dijo al otro con fastidio, que tenía un aspecto de ser un oficial joven y prometedor–. No quiero hacerte daño. Tu superior de esta no sale, te lo aseguro, así que si te vas ahora, ten en cuenta que no habrá nadie que pueda decir esta boca es mía –alzó un poco más la voz, para que lo oyera el resto de gente que había alrededor–. Si os marcháis ahora y me dejáis en paz. Mis hombres no os perseguirán. Si no, si seguís empeñados en la defensa de este cascarón que llora aquí sentado… Moriréis, todos. O algo peor.
El discurso quedó cinco segundos en el aire. Cinco segundos que tardaron en echar un vistazo a Dhiyul, que seguía inmóvil, con la punta de la jabalina asomando por la espalda, ver que los mamelucos se acercaban cada vez más y que los swadianos ya no tenían nada a lo que aporrear porque estaba muerto, herido o se había rendido.
–Nos iremos –dijo el oficial joven y sensato–. Le agradecemos la oportunidad señor.
–Ea, ea. No perdáis tiempo, yo me encargo de que no os persigan. Id en paz –de pronto, se acordó de algo–. ¡Ah! Por cierto. Hawaha es de mi propiedad. Seré cuidadosamente cruel con quien se sobrepase con sus gentes; difundid el mensaje, por favor. Pero galeno, por favor, vos no os vayáis.
–¿Yo? –dijo, asustado, conocedor de la leyenda negra del mercenario–. ¿Acaso seré objeto de vuestra venganza?
–Nada más lejos. Pero además de mi propio cuerpo, mi gente y mis enemigos necesitarán de cuidados. Y no tenemos a nadie desde hace semanas, pues Ymira, se marchó por desavenencias con miembros de la compañía.
Lo peor, contarían más tarde, no había sido la estampa del mercenario herido, con los grilletes, la sangre, el lucero del alba en las manos y los mamelucos detrás. Sino la amplia sonrisa de triunfo. Una horrible mueca de saberse por encima de otros.
–¡Alto todo el mundo! –gritó bien alto y claro, para que lo escucharan–. No se persigue hoy. Les he pedido por favor que se fueran y me han hecho caso. Además, sé que aunque me jurasteis lealtad por salvaros de aquél asqueroso noble swadiano, no os gusta maltratar a la gente de vuestra tierra.
–Y os lo agradecemos, ra’asa, pero nos gusta maltratar a los grandes señores –señaló el de los ojos negros al emir herido–, así que; ¿qué haremos con él?
–Para él, dado que no estoy de humor para desollarlo y meterle un palo al rojo por el culo para que se rían en Shariz de él, cómo hice con su hermano…
Se acercó hasta él y le quitó el casco, que lanzó sobre la arena. Estaba muy pálido, lo que contrastaba sobremanera con su habitual morena tez y las gruesas lágrimas le mojaban la barba. Tenía la mirada perdida y no reaccionaba a lo que tenía a su alrededor.
–Espero que no haya perdido el juicio. No es divertido si son otra persona.
Lo golpeó en la cara, para que cayera de espaldas y ahí sí pareció reaccionar. Dio un tremendo grito de dolor y trató de moverse, pero solo pudo agitar los brazos y retorcer ligeramente el torso, lo que acentuaba su agonía.
–¿Estáis con nos, excelencia?
–¡Te mataré!
–¡Lo dudo mucho, excelencia! –Exclamó, riendo.
–¡Eres un animal!
–Si claro, ahora soy yo el animal –se miró las muñecas y confirmó sus sospechas; se había olvidado de que aún llevaba los grilletes–. ¿Alguien me puede echar una mano para quitarme esto?
–Espere jefe, que ya voy –Klethi trajo un pequeño cofrecillo con varias herramientas e hizo que se sentara mientras trabaja–. Me alegro de que esté bien. Bueno, esté más o menos bien. Excepto por las heridas, quiero decir. ¿Quién es el calvo?
–Nuestro nuevo médico. Dime, ¿Matheld ha organizado esto?
–Claro jefe, bueno, Matheld y un poco todos. Oh, claro. Y el rey.
–¿El follón del otro lado es Graveth?
–Sí, parece que tuvo que abandonar el asedio de Shariz por un problema con los norteños. Dice que firmó con el Sultán un tratado de paz de un año para que ambos resolvieran sus asuntos. Este tío parece que se los ha saltado.
–Ah, vaya –se sintió liberado sin los grilletes y recogió el lucero, antes de encaminarse al yaciente–. Eso aclara algunas cosas, ¿no crees escoria? Has traicionado un tratado de paz, has atacado un pueblo soberano durante dicha paz, has intentado torturarme, asesinarme y tus hombres combaten a gente con la que no están en guerra. Eso me deja a mí en una posición muy desagradable. Supongo, que dado que no hay otro señor por aquí, soy el único que puede ejecutarte. Así que en el estilo de cómo se suelen hacer estas cosas, te condeno a morir devorado por los buitres y los coyotes.
–¡No tienes ese derecho!
–Y tanto que lo tengo. Y si no, te reto a que te levantes y me lo discutas.
Se acercó y le hundió el hombro derecho con el lucero del alba. Prosiguió con el izquierdo, indiferente a los aullidos y el llanto del caído.
–Así pues, Dhiyul, hijo de mil perros, reúnete con tu hermano allá en el infierno. Dile que espero que disfrutara con el pedazo de hierro candente con el que mis hombres lo sodomizaron –golpeó la jabalina de su vientre, clavandolo al suelo e inmovilizando definitivamente–. No creo que lo coyotes tarden mucho. Hay bastante sangre.
–¡M…mátame…!
–No. Me quedaría a disfrutar del espectáculo, pero no tendré mucho tiempo. Además he perdido mucha sangre –alzó una ceja, pensativo–. Sin embargo, hay algo que sí que podré ver.
–¿Qué?
–Klethi, mira qué pedazo de anillos tiene en las manos. El muy imbécil no se había puesto todavía los guantes.
Era cierto. Tenía las manos profusamente decoradas en oro y piedras. Todas las joyas gritaban “¡Somos caras!”. Klethi se relamió y tragó saliva ruidosamente. Podía pagar muchas jabalinas nuevas y relucientes con esas joyas.
–Pero jefe, todavía está vivo. Y generalmente es muy estricto con estas cosas.
–Hoy estoy más permisivo, ¿ves? Pero recuerda que hay que compartir. Consideradlo un regalo –se giró hacia uno de los mamelucos, al ver que Klethi desplegaba su navaja, una cuchilla corta y espeluznante que siempre llevaba encima–. Sujétame ahora, o me caeré inmediatamente. En cuanto nadie mire, me subes a Válka y que el galeno te guíe a algún sitio donde me pueda curar. Luego, le hacéis caso en todo lo que necesite para curar a la gente que te diga, a toda la que te diga, ¿está claro?



Vaya. Estoy tan sumido en prácticas con tacógrafo, conducción eficiente y en ver la fuerza cinética que lleva un camión de 40 toneladas al sacudirse un leñazo a 90 kilómetros por hora (no me gustaría ser el turismo con el que impacte); que se me ha olvidado completamente que tenía la Senda del Aventurero en activo y que aún dispongo de alguna cosilla que podría publicar. En este caso, además os había dejado en un momento bastante intenso durante bastante tiempo de esta serie de relatos. No ha terminado ese arco argumental, pero calculo que le quedarán dos o tres entregas más por delante.

domingo, 6 de julio de 2014

Ungido. Relato para Cano

Os traigo un relato corto, regalo para Cano en agradecimiento por la excelente ilustración que podéis disfrutar aquí.
Os recomiendo leer el cómic Ibosim si no lo habéis hecho ya, para evitar spoilers, pero si no, lo tenéis a continuación, espero que lo disfrutéis tanto como yo he disfrutado escribiéndolo:

Aquí para descargar en .pdf



Balcebe miró por última vez el campo de batalla. Las apresuradas pinturas de guerra cubrían su cuerpo desnudo y tan sólo lo vestía el pequeño escudo redondo y la Espada. Cerró los ojos mientras inspiraba profundamente antes de desenvainar, pues sabía que no habría otra vez, al menos no de forma consciente. Nada más excepto la ira y el odio que la Espada de la Desesperación provocaba cuando se la sacaba de la vaina. La asió de la empuñadura y tiró de ella con suavidad. Al principio no sintió nada especial. A su espalda, el manípulo de sacrificio esperaba expectante. De pronto, sobrevino el fuego. El ardor que le quemaba cada nervio del cuerpo le producía un dolor tan inimaginable que no supo como se mantuvo en pie. Ni como recorriendo la mirada roja por el campo de batalla, distinguió formaciones. Y avanzó hacia ellas, resuelto a que pagaran caro su dolor.

–¡Avanzad hombres! –el fragor de la batalla no podía imponerse a su voz, pues; ¿acaso no los lideraba el poderoso centurión Agatocles?–. ¡Hemos de reforzar el flanco izquierdo para enviar a esos perros al otro mundo!
Apretaron el paso, dispuestos a rebasar la pequeña loma que los había tenido toda la mañana a cubierto de los ataques de los hostigadores enemigos, ya fueran honderos o arqueros. Al otro lado, el combate parecía recrudecerse pues los gritos que llegaban hasta ellos eran de espanto.
–¡Más rápido, ya casi llega…!
Había llegado hasta arriba, casi corriendo. Al otro lado no había nada más que muerte. Los ejércitos seguían asesinandose mutuamente, pero no allí, en el flanco izquierdo. Allí lo que había era un buen montón de cadáveres destrozados y un hombre desnudo con la espada desnuda en la mano y completamente cubierto de sangre y restos que los miraba con fijeza. Estaba intacto. Se agachó levemente y gritó, ronco, desde el centro mismo de su alma. La formación de soldados se estremeció claramente y dio un paso atrás, más su capitán era un hombre con muchas batallas a su espalda y pocas cosas había que consiguiera hacerlo temblar y ninguna estaba sobre la tierra que pisaba.
–¡Apretad formación y no fiéis!
Avanzó con cautela, escudo redondo por delante y la espada atrasada, previendo el golpe del ungido, que llegó con rapidez y fuerza inauditas. Golpeó con la misma defensa para quitarselo de encima y trató de rebanar el cuello con una rápida estocada, pero sólo a punto estuvo de llevarse una de las puntiagudas orejas de su adversario. Era más rápido, era más fuerte y no tenía ningún tipo de necesidad de sobrevivir, por lo que podía apreciar al combatirlo. Chocaron la Espada y el escudo del líder de nuevo y éste se recompuso a la espera de que sus hombres cargaran junto a él. La espera le extrañó. Un vistazo rápido y pudo constatar que la mayoría de sus hombres había abandonado las armas y corrían rápidos hacia los bosques. Los maldijo por el segundo que había perdido.
La falcata destrozó con facilidad la espada y la coraza de lino de Agatocles. Continuó camino sin detenerse atravesando clavícula, músculos, pulmón, costillas, arterias e hígado. El centurión vomitó sangre y se derrumbó, incapaz ya de mantener la vida dentro de su cuerpo. Su contrincante apenas esperó a que cayera y corrió en pos de la unidad que se batía en desordenada retirada, aterrada ante el espectáculo, pues al ver que su líder había caído de forma tan espectacular, los pocos que aún dudaban ya corrían más rápidos que las liebres.

Ya no podía correr más. Había dejado caer su impedimenta, a excepción por supuesto de la armadura, que no era fácil de retirar y mucho menos escapando de una muerte segura. Sus compañeros se habían separado de él, probablemente tratando de evitar que el portador de la Espada de la Desesperación los pudiera perseguir a todos. Devolvió el pobre desayuno sobre un arbusto bajo del bosque y trató de orientarse. Escuchaba todavía el fragor de la batalla, pero absolutamente nada más. Tardó unos segundos más en comprender que los gritos lejanos eran la única señal de vida que podía oír, pues en aquella espesura todo animal parecía haberse ido. El sudor se le enfrió con rapidez al darse cuenta de aquello, lleno de terror. Instintivamente se agachó y trató de ocultarse, pero no sabía por dónde llegaría, ni siquiera si lo perseguía a él o a otro. Pero que no escuchara nada es lo que más lo asustaba. Durante la carrera no había dado muestras de ser especialmente silencioso y si ahora andaba cerca parecía una tumba. Se arrastró hasta un árbol, buscando la protección del tronco, por si se lo encontrara. Lo encontró, pero para su tranquilidad, lo tenía de espaldas, quieto y respirando ruidosamente. Parecía estar cavilando, absorto en algún hilo de pensamientos. De pronto, sin más, dio media vuelta y echó a andar en su dirección y si no hubiera estado alerta, lo habría descubierto. Aguantando el llanto se preparó para correr en caso de que lo viera, más no le hizo falta. Algo sonó a la derecha del ungido y aquél se lanzó colérico al ataque. El asustado guerrero miró de nuevo y creyó ver una pequeña forma que huía a toda velocidad, pero en la verde espesura apenas podía. Aprovechó su proverbial buena suerte y salió corriendo en dirección contraria, dispuesto a dedicarse a un trabajo más pacífico si salvaba la vida.


Todavía se preguntaba qué podía haber salido mal. Recordaba haber empuñado la Espada y nada más de aquél día, hasta que se despertó cubierto de sangre en mitad de un bosque desconocido. Aquello en sí no sólo fue suficientemente malo, pues aquél dominado por el Espasmo de Furia no sobrevivía a la batalla, sino que al acercarse a zonas civilizadas había descubierto que ni siquiera estaba en su propio mundo. No podría encontrar las respuestas que buscaba, ya que no era un erudito y aunque algunas de las personas que habitaban el lugar les eran familiares los nombres que él daba, los conocían cómo él conocía los nombres de los dioses. Además,se había podido percatar de que no era del todo igual a los que allí vivían y había tenido que ocultar sus orejas muy pronto, pues aunque en algunos casos la diferencia se traducía en adoración, la mayoría de ocasiones solían acabar en miedo y persecuciones con toscas armas y fuego.
La Espada. ¿Había sido cosa de la Espada? Había quien decía que la espada tenía vida propia y que cuando el ungido la desenvainaba, era esta vida la que tomaba el control. Tal vez esta vez la Espada quisiera otra cosa; otro comienzo. Si era así, a Balcebe no le gustaba nada la idea. Debía morir en batalla, con dignidad, no apaleado de cualquier manera. Pero allí no conocía a nadie.
Se mantuvo cerca de la costa y así llegó conocerlos. Eran un pequeño grupo, no demasiado grande, pero muy unido. La mayoría habían combatido juntos bajo el mando de varios ejércitos, principalmente como mercenarios de apoyo y exploradores y ahora habían sido reclutados por las tropas de Cneo Pompeyo, que asediaban Ebusus.
–¡Buscamos hombres fuertes para un ejército fuerte! –gritaba el mayor de ellos, vestido con su impedimenta completa y la espada al cinto–. ¡Aprovechad la oportunidad mientras dure de estar en el bando ganador!
–¿Qué se requiere? –a Balcebe tanto le daba estar en el lado ganador como en el perdedor, mientras estuviera en uno–. Para entrar.
–Espada, escudo, jabalinas –lo escrutó, atento a que tenía prácticamente lo necesario–. ¿De dónde eres, amigo?
–De Ibosim –dijo, mientras contaba las monedas que había sacado del pequeño morral– ¿Valdrá para jabalinas?
–Valdrá. –ignoró el hecho de no conocer donde estaba Ibosim. No sabía donde estaban muchas cosas. ¿Qué más daba otra?– ¿Cuál es tu nombre?
–Balcebe.
–Muy bien, Balcebe de Ibosim, ahora eres un veles; felicidades. En cuanto reclutemos a unos pocos más haremos una incursión por una de las salinas cercanas, a ver si podemos hacernos con suministros. Está defendida por un pequeño fuerte, pero no debería dar problemas. ¡Anímate! Te espera la gloria, el honor; ¡y el botín!



Continua en Ibosim.