viernes, 11 de julio de 2014

Partida de Guerra 6

Klethi lo había visto. Los mamelucos lo habían visto. Al pasar por encima de los pobremente armados infantes que les habían salido al paso, a los cuales habían ignorado, se habían percatado de que su señor era el andrajoso aquél que hablaba con el tipo de aspecto recargado y caro. A todos les había entrado la urgencia al ver que el noble cogía el sable y Klethi se los había apartado de enmedio a gritos, al tiempo que sacaba una de sus mejores jabalinas, reforzada y equilibrada por un maestro herrero que había cobrado muy bien por su trabajo.
–¡Salid del medio! –soltó las riendas de la yegua de su líder y la apremió–. ¡Ve Válka, ve por él!
La yegua, libre de peso y ataduras salió al galope, tan rápida que parecía que volara, directa hacia su amo. Klethi por su parte, se afianzó sobre los estribos, equilibró su cuerpo y mantuvo la mirada fija en la figura que mantenía el sable en alto ante Reissig. Contuvo la respiración. No había vuelta atrás. Con un movimiento rápido y preciso, cómo de resorte, el brazo salió despedido hacia adelante y la jabalina voló, no alto, sino recta y muy, muy rápida, tanto que siseaba al cortar el aire. Pasó rozando la cabeza del mercenario, se incrustó en el abdomen de Dhiyul y no paró hasta que atravesó dos vértebras, rompió la espina dorsal y salió por la espalda.
El emir se sentó. Incapaces sus piernas de sostenerle, ni chilló, sólo soltó el sable y cayó sobre sus posaderas. El rostro, cubierto cómo estaba no se podía ver, pero estaba lívido y las lágrimas caían con profusión de sus ojos, pues el dolor era tan atroz que lo había privado de cualquier sonido. Inmediatamente, los mamelucos estallaron en gritos de alegría y felicitaciones para la muchacha, que había logrado el mejor tiro de su carrera.
–Por los dioses, necesito vomitar –fue lo único que pudo decir, pasado el momento–.
–¡Gran disparo, Klethi! –al mercenario le temblaban las manos perceptiblemente y trataba de disimularlo frotándose los grilletes–. ¡Ven Válka, ven bonita!
La yegua se acercó al galope y Reissig cogió el lucero del alba. Puso atención a los dos soldados que venían y agarró el arma con ambas manos. Desvió el primer sablazo hacia la arena, con esperanzas de quebrar el sable, pero sus escasas fuerzas se lo impidieron. Le atizó una patada para quitárselo de encima y algo le hizo mucho daño en el muslo; el tajo que había recibido contra los batidores estaba sangrando.
Los mamelucos seguían acercándose a toda velocidad, pero dependía todavía de él mismo y no podía contar con que Klethi repitiera la hazaña. Se retiró, fingiendo que la herida dolía más de lo que parecía, dejando que el lucero del alba cayera ligeramente. Uno de ellos avanzó dos pasos, los suficientes para que en un rápido movimiento ascendente le hundiera la mandíbula inferior con un crujido espantoso y lo dejara inerte en el suelo.
–Mira, hijo. De verdad –le dijo al otro con fastidio, que tenía un aspecto de ser un oficial joven y prometedor–. No quiero hacerte daño. Tu superior de esta no sale, te lo aseguro, así que si te vas ahora, ten en cuenta que no habrá nadie que pueda decir esta boca es mía –alzó un poco más la voz, para que lo oyera el resto de gente que había alrededor–. Si os marcháis ahora y me dejáis en paz. Mis hombres no os perseguirán. Si no, si seguís empeñados en la defensa de este cascarón que llora aquí sentado… Moriréis, todos. O algo peor.
El discurso quedó cinco segundos en el aire. Cinco segundos que tardaron en echar un vistazo a Dhiyul, que seguía inmóvil, con la punta de la jabalina asomando por la espalda, ver que los mamelucos se acercaban cada vez más y que los swadianos ya no tenían nada a lo que aporrear porque estaba muerto, herido o se había rendido.
–Nos iremos –dijo el oficial joven y sensato–. Le agradecemos la oportunidad señor.
–Ea, ea. No perdáis tiempo, yo me encargo de que no os persigan. Id en paz –de pronto, se acordó de algo–. ¡Ah! Por cierto. Hawaha es de mi propiedad. Seré cuidadosamente cruel con quien se sobrepase con sus gentes; difundid el mensaje, por favor. Pero galeno, por favor, vos no os vayáis.
–¿Yo? –dijo, asustado, conocedor de la leyenda negra del mercenario–. ¿Acaso seré objeto de vuestra venganza?
–Nada más lejos. Pero además de mi propio cuerpo, mi gente y mis enemigos necesitarán de cuidados. Y no tenemos a nadie desde hace semanas, pues Ymira, se marchó por desavenencias con miembros de la compañía.
Lo peor, contarían más tarde, no había sido la estampa del mercenario herido, con los grilletes, la sangre, el lucero del alba en las manos y los mamelucos detrás. Sino la amplia sonrisa de triunfo. Una horrible mueca de saberse por encima de otros.
–¡Alto todo el mundo! –gritó bien alto y claro, para que lo escucharan–. No se persigue hoy. Les he pedido por favor que se fueran y me han hecho caso. Además, sé que aunque me jurasteis lealtad por salvaros de aquél asqueroso noble swadiano, no os gusta maltratar a la gente de vuestra tierra.
–Y os lo agradecemos, ra’asa, pero nos gusta maltratar a los grandes señores –señaló el de los ojos negros al emir herido–, así que; ¿qué haremos con él?
–Para él, dado que no estoy de humor para desollarlo y meterle un palo al rojo por el culo para que se rían en Shariz de él, cómo hice con su hermano…
Se acercó hasta él y le quitó el casco, que lanzó sobre la arena. Estaba muy pálido, lo que contrastaba sobremanera con su habitual morena tez y las gruesas lágrimas le mojaban la barba. Tenía la mirada perdida y no reaccionaba a lo que tenía a su alrededor.
–Espero que no haya perdido el juicio. No es divertido si son otra persona.
Lo golpeó en la cara, para que cayera de espaldas y ahí sí pareció reaccionar. Dio un tremendo grito de dolor y trató de moverse, pero solo pudo agitar los brazos y retorcer ligeramente el torso, lo que acentuaba su agonía.
–¿Estáis con nos, excelencia?
–¡Te mataré!
–¡Lo dudo mucho, excelencia! –Exclamó, riendo.
–¡Eres un animal!
–Si claro, ahora soy yo el animal –se miró las muñecas y confirmó sus sospechas; se había olvidado de que aún llevaba los grilletes–. ¿Alguien me puede echar una mano para quitarme esto?
–Espere jefe, que ya voy –Klethi trajo un pequeño cofrecillo con varias herramientas e hizo que se sentara mientras trabaja–. Me alegro de que esté bien. Bueno, esté más o menos bien. Excepto por las heridas, quiero decir. ¿Quién es el calvo?
–Nuestro nuevo médico. Dime, ¿Matheld ha organizado esto?
–Claro jefe, bueno, Matheld y un poco todos. Oh, claro. Y el rey.
–¿El follón del otro lado es Graveth?
–Sí, parece que tuvo que abandonar el asedio de Shariz por un problema con los norteños. Dice que firmó con el Sultán un tratado de paz de un año para que ambos resolvieran sus asuntos. Este tío parece que se los ha saltado.
–Ah, vaya –se sintió liberado sin los grilletes y recogió el lucero, antes de encaminarse al yaciente–. Eso aclara algunas cosas, ¿no crees escoria? Has traicionado un tratado de paz, has atacado un pueblo soberano durante dicha paz, has intentado torturarme, asesinarme y tus hombres combaten a gente con la que no están en guerra. Eso me deja a mí en una posición muy desagradable. Supongo, que dado que no hay otro señor por aquí, soy el único que puede ejecutarte. Así que en el estilo de cómo se suelen hacer estas cosas, te condeno a morir devorado por los buitres y los coyotes.
–¡No tienes ese derecho!
–Y tanto que lo tengo. Y si no, te reto a que te levantes y me lo discutas.
Se acercó y le hundió el hombro derecho con el lucero del alba. Prosiguió con el izquierdo, indiferente a los aullidos y el llanto del caído.
–Así pues, Dhiyul, hijo de mil perros, reúnete con tu hermano allá en el infierno. Dile que espero que disfrutara con el pedazo de hierro candente con el que mis hombres lo sodomizaron –golpeó la jabalina de su vientre, clavandolo al suelo e inmovilizando definitivamente–. No creo que lo coyotes tarden mucho. Hay bastante sangre.
–¡M…mátame…!
–No. Me quedaría a disfrutar del espectáculo, pero no tendré mucho tiempo. Además he perdido mucha sangre –alzó una ceja, pensativo–. Sin embargo, hay algo que sí que podré ver.
–¿Qué?
–Klethi, mira qué pedazo de anillos tiene en las manos. El muy imbécil no se había puesto todavía los guantes.
Era cierto. Tenía las manos profusamente decoradas en oro y piedras. Todas las joyas gritaban “¡Somos caras!”. Klethi se relamió y tragó saliva ruidosamente. Podía pagar muchas jabalinas nuevas y relucientes con esas joyas.
–Pero jefe, todavía está vivo. Y generalmente es muy estricto con estas cosas.
–Hoy estoy más permisivo, ¿ves? Pero recuerda que hay que compartir. Consideradlo un regalo –se giró hacia uno de los mamelucos, al ver que Klethi desplegaba su navaja, una cuchilla corta y espeluznante que siempre llevaba encima–. Sujétame ahora, o me caeré inmediatamente. En cuanto nadie mire, me subes a Válka y que el galeno te guíe a algún sitio donde me pueda curar. Luego, le hacéis caso en todo lo que necesite para curar a la gente que te diga, a toda la que te diga, ¿está claro?



Vaya. Estoy tan sumido en prácticas con tacógrafo, conducción eficiente y en ver la fuerza cinética que lleva un camión de 40 toneladas al sacudirse un leñazo a 90 kilómetros por hora (no me gustaría ser el turismo con el que impacte); que se me ha olvidado completamente que tenía la Senda del Aventurero en activo y que aún dispongo de alguna cosilla que podría publicar. En este caso, además os había dejado en un momento bastante intenso durante bastante tiempo de esta serie de relatos. No ha terminado ese arco argumental, pero calculo que le quedarán dos o tres entregas más por delante.

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