domingo, 27 de julio de 2014

Partida de Guerra 8

Última entrega de este arco argumental.

–Esa es nuestra costumbre –el rey Graveth, con sus facciones duras bebía vino relajado, con el brazo herido en cabestrillo–. Y así nos ha ido bien.
–Alteza, no dudo que hayáis salido victorioso de vuestras guerras, ni dudo que vayáis a salir victorioso –Reissig todavía no podía incorporarse por orden de su nuevo médico y yacía todavía en su camastro, rara deferencia que no se solía reservar a muchos, pese a lo heridos que pudieran estar–. Sólo sugiero que el coste de las victorias es excesivo para el pueblo.
Se hizo el silencio en la sala. Había ordenado que los dejaran a solas, pues disfrutaba de poder hablar con franqueza con el antiguo mercenario. Volvió a servirse vino y dirigió la jarra hacia el herido, que negó con la cabeza.
–No se pueden cambiar las costumbres tan fácilmente –sacudió la cabeza y apuró de una sola vez el vaso–. Aquí las cosas no cambian fácilmente, todo anda sujeto a tradiciones, costumbres y cosas así. No puedo saltármelas. Yo no.
–Su Alteza, lo comprendo. Sólo he solicitado esta audiencia para poder expresarme respecto a este asunto. Sé de buena tinta que los del Norte son más que capaces de derrotarnos en un combate de infantería. No nos faltan redaños, señor, lo que nos sobra es infantería especializada en matar caballeros.
–Y tanto que los sé. Cada asedio torna en sangría y la última contra Dhiyul ha causado no poca baja entre mis tropas –bajó la cabeza y se miró los pies, casi sumiso–. No sé si podré armar a suficientes hombres para enfrentarme a los del Norte. Mucho menos entrenarlos adecuadamente.
–Esta última batalla os ha hecho demasiado daño –desvió el mercenario la mirada, avergonzado–. Me habéis cargado con una deuda que no podré pagar nunca y no sólo cuento con la vida de vuestros hombres. Me atraparon por incompetente y ahora esa culpa pesa sobre mis espaldas.
Graveth lo observó largo y en silencio. El mercenario, si bien nunca había parecido especialmente piadoso, sí que procuraba reducir al mínimo sus bajas. Parecía sinceramente abatido, al margen de la palidez y debilidad que sus heridas le proporcionaban.
–Tonterías, todos hemos cometido errores en algún momento. No tiene sentido culparse.
–Alteza, si no me hubierais nombrado barón; ¿me libraría de tal castigo?
De nuevo, el rey lo miró. Esta vez se encontró con la mirada dura y afilada de Reissig, no con su debilidad.
–No pensemos en cosas que no van a ocurrir, por favor os lo pido; ¡con demasiadas preocupaciones tengo que lidiar ya sin preguntarme si mandaría castigar a mi amigo!
Los ecos se mantuvieron varios segundos, acallados a cada momento por los cortinajes. Dos guardias entraron, más no tardaron en marcharse ante el gesto enfadado del propio monarca.
–Reissig, sois mi amigo. No sólo por aprecio personal, que lo tengo, sino porque desde que acepté vuestro brazo y soldadesca, no hay nación en Calradia que se enfrente con seguridad a nos. Si todavía no os he entregado el bastón de mariscal es porque no gozáis precisamente de la simpatía de vuestros iguales.
–Lo sé.
–Por supuesto que lo sabéis. Sois vos. Vos lo sabéis todo.
–Pero no es el bastón de mariscal lo que ansío y esto también lo sabéis, Alteza.
–Nunca os he visto intrigar como a los otros para conseguirlo –sonrió y volvió a llenar el vaso–. No hay a nadie a quien no traicionaran por mandar y ser más que nadie. Dentro de poco tendré que cuidar mi propio cuello.
–Si necesitáis que baje los humos de alguien…
–¡Jajajajajajaj! –la risa explotó con ganas, enviando salpicaduras del buen vino hasta los tapices que colgaban en la pared–. ¡No gracias! La última vez que le bajasteis los humos a alguno de mis leales señores comenzó a necesitar que le cortaran la carne. Pero si lo que deseáis es quitaros el peso que os incomoda, creo que podría encontraros un uso que nos satisfaga a ambos y no soliviante a la tradición de mi país…

¿Que vamos a qué? –Bunduk a punto estuvo de dejar caer la ballesta, que le estaba aplicando el sebo–. Graveth sabe que ya no somos un grupo mercenario como antes, ¿no?
–Sí, pero parece que las cosas no van tan bien como parecen. Aquí están muy habituados a matar swadianos y con sus armas y tácticas es fácil, pero como se han metido en guerras contra otros la cosa ha cambiado –Matheld explicaba con cuidado las condiciones del acuerdo. No porque le costara recordarlo, sino porque no siempre la audiencia era buena entendedora–. Los swadianos son igual de idiotas y no cambian, se creen que viven en su mundo de caballerías y no necesitan otra cosa, pero tanto los sarraníes como lo de las estepas han provocado muchas bajas. Nuestro señor ha señalado nuestro buen hacer durante la guerra y le ha sugerido que además de por las tácticas, ha ocurrido por la flexibilidad de la que gozamos y parece haber empujado el buen juicio del rey.
–Pero eso de servir como reclutadores…
Todos los mercenarios allí reunidos comenzaron un interminable murmullo. A algunos no les hacía demasiada gracia y a otros les apetecía recorrer libremente los campos sin tener que estar pensando en el siguiente rancho, el siguiente asedio o la siguiente batalla.
–Por favor, silencio –la soldado hizo gestos para que se callaran y los murmullos cesaron–. Quien lo desee, se quedará con el grueso de las tropas, bajo mi mando. Tenemos orden de ayudar en el entrenamiento de los nuevos reclutas. El resto, partirán con el barón y contribuirán a reclutar y adiestrar a nuevos soldados. Cada uno en su especialidad. El problema, es que esto será mientras marchamos hacia el Norte, así que habremos de ser rápidos. ¿Queda claro?
–Sí señora –dijeron al unísono–.
–Mi señora Matheld, podría acompañarme un minuto por favor –Nízar se le había acercado, con aparente galantería, como siempre–. Klethi, por favor querida, necesito también de tí.
Marcharon los tres hasta un lugar apartado del castillo de Weyyah con paso ligero, con Nízar lanzando discretas miradas a todos lados, atento a si los seguían.
–Nízar, muy atrevido eres para… –comenzó Klethi, más un gesto del poeta la frenó de continuar–.
–Disculpad el secreto, pero confío en ambas más que en la mayoría de nuestros comunes compañeros y a fé mía que tenéis un aprecio especial por nuestro augusto barón –comenzó a decir, levemente agitado, que en él, se trataba de mucho más de lo habitual incluso en las peores situaciones–. Tengo oídos en muchos lugares y he escuchado en varios que hay malvados que tienen terribles intenciones para nuestro patrón.
–Nízar, no es nada nuevo –ambas mujeres no pudieron contenerse ante lo obvio de aquella noticia.
–No, me refiero a que no traman nada bueno para él fuera de los campos de batalla. Alguien planea asesinarlo, aprovechando que no puede defenderse por sí mismo.
–Lo creen inválido.
–Que no lo esté no significa que no vayan a intentarlo.
–En ese caso, iré con él –sentenció Matheld, endurecida por la noticia–. Ahora pensaré quién se queda para capitanear las tropas en nuestra ausencia.
–Matheld, eso sería una imprudencia –el poeta sonrió, consciente del aprecio de la mujer por el antiguo mercenario–. No debemos despertar sospechas, pues mis oídos son sensibles y podrían salir heridos. Además, capturar a un asesino bien nos podría ayudar a prevenir futuros golpes.
–Nízar, habla claro por favor –dijo Matheld, irritada–. No tengo paciencia ahora.
–Sí señora. Lo que quiero decir, es que vos os quedéis y hagáis el trabajo que teníais planeado. Sin embargo, Klethi, aquí presente –la señaló con la mano, dirigiéndose con suavidad a la joven–, acompañará y asistirá a nuestro querido barón y será su sombra. Si alguien comete la insensatez intentar alguna felonía, se encontrará de frente a su fiel guardiana.
–¿Yo? –preguntó incrédula–. Pero si lo mío es lanzar jabalinas, dagas a lo sumo, no soy centinela, no podría…
–Amiga mía, en cada ocasión que algún tonto levanta la mano contra nuestro patrón --sonrió el soldado poeta ampliamente, mostrando la hilera de blancos dientes–, os ponéis tensa como un resorte y el pobre que osa, acaba en muy mal estado. Lo hemos visto varias veces, en tabernas, en calles bañadas por la luz de las estrellas y recientemente en plena batalla. Tenéis unos reflejos relampagueantes y no dudáis en matar.
–Es cierto –asintió Matheld con la cabeza, mirando a la joven pelirroja, que se debatía entre el orgullo y la timidez que la asaltaba–. Los mamelucos me han dicho que el tiro fue increíble, digno de un torneo. Incluso si hubieras ido a pie.
–Yo, reconozco que era difícil de conseguir, pero no creo que…
–Tonterías. Además, bien sabemos que nuestro señor está ansioso de verse recuperado y no lo verás quieto mientras vos lo defendéis.
–En todo caso, que no se mueva más que cuando el galeno lo mande –advirtió la norteña con gesto serio–. Has de ser firme con él respecto a eso.
–¿Firme? –preguntó, casi divertida, pues la afirmación no le parecía fácil de mantener en la práctica–. ¿Con él?
–Pues sí. No has de mostrar debilidad ante él y mantener tu posición. Es lo que hago yo. Y me funciona.
–Yo, eh. Lo intentaré… –vio que Matheld la observaba cuidadosamente y tuvo un momento de pánico–. Lo haré. Seré firme. Lo prometo.

FIN


¡Y eso es todo de momento! Resulta que estaba transcribiendo cosas de mi libreta eterna y me he acordado deque tenía esta parte lista para la publicación, así que creo que ya era hora de dar un brochazo final a este arco argumental. Reissig y compañía nos dejan de momento, pero no por mucho tiempo, espero, pues me he divertido mucho narrando esta pequeña aventura y me encantará continuar sus andanzas en otro momento.

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