domingo, 6 de julio de 2014

Ungido. Relato para Cano

Os traigo un relato corto, regalo para Cano en agradecimiento por la excelente ilustración que podéis disfrutar aquí.
Os recomiendo leer el cómic Ibosim si no lo habéis hecho ya, para evitar spoilers, pero si no, lo tenéis a continuación, espero que lo disfrutéis tanto como yo he disfrutado escribiéndolo:

Aquí para descargar en .pdf



Balcebe miró por última vez el campo de batalla. Las apresuradas pinturas de guerra cubrían su cuerpo desnudo y tan sólo lo vestía el pequeño escudo redondo y la Espada. Cerró los ojos mientras inspiraba profundamente antes de desenvainar, pues sabía que no habría otra vez, al menos no de forma consciente. Nada más excepto la ira y el odio que la Espada de la Desesperación provocaba cuando se la sacaba de la vaina. La asió de la empuñadura y tiró de ella con suavidad. Al principio no sintió nada especial. A su espalda, el manípulo de sacrificio esperaba expectante. De pronto, sobrevino el fuego. El ardor que le quemaba cada nervio del cuerpo le producía un dolor tan inimaginable que no supo como se mantuvo en pie. Ni como recorriendo la mirada roja por el campo de batalla, distinguió formaciones. Y avanzó hacia ellas, resuelto a que pagaran caro su dolor.

–¡Avanzad hombres! –el fragor de la batalla no podía imponerse a su voz, pues; ¿acaso no los lideraba el poderoso centurión Agatocles?–. ¡Hemos de reforzar el flanco izquierdo para enviar a esos perros al otro mundo!
Apretaron el paso, dispuestos a rebasar la pequeña loma que los había tenido toda la mañana a cubierto de los ataques de los hostigadores enemigos, ya fueran honderos o arqueros. Al otro lado, el combate parecía recrudecerse pues los gritos que llegaban hasta ellos eran de espanto.
–¡Más rápido, ya casi llega…!
Había llegado hasta arriba, casi corriendo. Al otro lado no había nada más que muerte. Los ejércitos seguían asesinandose mutuamente, pero no allí, en el flanco izquierdo. Allí lo que había era un buen montón de cadáveres destrozados y un hombre desnudo con la espada desnuda en la mano y completamente cubierto de sangre y restos que los miraba con fijeza. Estaba intacto. Se agachó levemente y gritó, ronco, desde el centro mismo de su alma. La formación de soldados se estremeció claramente y dio un paso atrás, más su capitán era un hombre con muchas batallas a su espalda y pocas cosas había que consiguiera hacerlo temblar y ninguna estaba sobre la tierra que pisaba.
–¡Apretad formación y no fiéis!
Avanzó con cautela, escudo redondo por delante y la espada atrasada, previendo el golpe del ungido, que llegó con rapidez y fuerza inauditas. Golpeó con la misma defensa para quitarselo de encima y trató de rebanar el cuello con una rápida estocada, pero sólo a punto estuvo de llevarse una de las puntiagudas orejas de su adversario. Era más rápido, era más fuerte y no tenía ningún tipo de necesidad de sobrevivir, por lo que podía apreciar al combatirlo. Chocaron la Espada y el escudo del líder de nuevo y éste se recompuso a la espera de que sus hombres cargaran junto a él. La espera le extrañó. Un vistazo rápido y pudo constatar que la mayoría de sus hombres había abandonado las armas y corrían rápidos hacia los bosques. Los maldijo por el segundo que había perdido.
La falcata destrozó con facilidad la espada y la coraza de lino de Agatocles. Continuó camino sin detenerse atravesando clavícula, músculos, pulmón, costillas, arterias e hígado. El centurión vomitó sangre y se derrumbó, incapaz ya de mantener la vida dentro de su cuerpo. Su contrincante apenas esperó a que cayera y corrió en pos de la unidad que se batía en desordenada retirada, aterrada ante el espectáculo, pues al ver que su líder había caído de forma tan espectacular, los pocos que aún dudaban ya corrían más rápidos que las liebres.

Ya no podía correr más. Había dejado caer su impedimenta, a excepción por supuesto de la armadura, que no era fácil de retirar y mucho menos escapando de una muerte segura. Sus compañeros se habían separado de él, probablemente tratando de evitar que el portador de la Espada de la Desesperación los pudiera perseguir a todos. Devolvió el pobre desayuno sobre un arbusto bajo del bosque y trató de orientarse. Escuchaba todavía el fragor de la batalla, pero absolutamente nada más. Tardó unos segundos más en comprender que los gritos lejanos eran la única señal de vida que podía oír, pues en aquella espesura todo animal parecía haberse ido. El sudor se le enfrió con rapidez al darse cuenta de aquello, lleno de terror. Instintivamente se agachó y trató de ocultarse, pero no sabía por dónde llegaría, ni siquiera si lo perseguía a él o a otro. Pero que no escuchara nada es lo que más lo asustaba. Durante la carrera no había dado muestras de ser especialmente silencioso y si ahora andaba cerca parecía una tumba. Se arrastró hasta un árbol, buscando la protección del tronco, por si se lo encontrara. Lo encontró, pero para su tranquilidad, lo tenía de espaldas, quieto y respirando ruidosamente. Parecía estar cavilando, absorto en algún hilo de pensamientos. De pronto, sin más, dio media vuelta y echó a andar en su dirección y si no hubiera estado alerta, lo habría descubierto. Aguantando el llanto se preparó para correr en caso de que lo viera, más no le hizo falta. Algo sonó a la derecha del ungido y aquél se lanzó colérico al ataque. El asustado guerrero miró de nuevo y creyó ver una pequeña forma que huía a toda velocidad, pero en la verde espesura apenas podía. Aprovechó su proverbial buena suerte y salió corriendo en dirección contraria, dispuesto a dedicarse a un trabajo más pacífico si salvaba la vida.


Todavía se preguntaba qué podía haber salido mal. Recordaba haber empuñado la Espada y nada más de aquél día, hasta que se despertó cubierto de sangre en mitad de un bosque desconocido. Aquello en sí no sólo fue suficientemente malo, pues aquél dominado por el Espasmo de Furia no sobrevivía a la batalla, sino que al acercarse a zonas civilizadas había descubierto que ni siquiera estaba en su propio mundo. No podría encontrar las respuestas que buscaba, ya que no era un erudito y aunque algunas de las personas que habitaban el lugar les eran familiares los nombres que él daba, los conocían cómo él conocía los nombres de los dioses. Además,se había podido percatar de que no era del todo igual a los que allí vivían y había tenido que ocultar sus orejas muy pronto, pues aunque en algunos casos la diferencia se traducía en adoración, la mayoría de ocasiones solían acabar en miedo y persecuciones con toscas armas y fuego.
La Espada. ¿Había sido cosa de la Espada? Había quien decía que la espada tenía vida propia y que cuando el ungido la desenvainaba, era esta vida la que tomaba el control. Tal vez esta vez la Espada quisiera otra cosa; otro comienzo. Si era así, a Balcebe no le gustaba nada la idea. Debía morir en batalla, con dignidad, no apaleado de cualquier manera. Pero allí no conocía a nadie.
Se mantuvo cerca de la costa y así llegó conocerlos. Eran un pequeño grupo, no demasiado grande, pero muy unido. La mayoría habían combatido juntos bajo el mando de varios ejércitos, principalmente como mercenarios de apoyo y exploradores y ahora habían sido reclutados por las tropas de Cneo Pompeyo, que asediaban Ebusus.
–¡Buscamos hombres fuertes para un ejército fuerte! –gritaba el mayor de ellos, vestido con su impedimenta completa y la espada al cinto–. ¡Aprovechad la oportunidad mientras dure de estar en el bando ganador!
–¿Qué se requiere? –a Balcebe tanto le daba estar en el lado ganador como en el perdedor, mientras estuviera en uno–. Para entrar.
–Espada, escudo, jabalinas –lo escrutó, atento a que tenía prácticamente lo necesario–. ¿De dónde eres, amigo?
–De Ibosim –dijo, mientras contaba las monedas que había sacado del pequeño morral– ¿Valdrá para jabalinas?
–Valdrá. –ignoró el hecho de no conocer donde estaba Ibosim. No sabía donde estaban muchas cosas. ¿Qué más daba otra?– ¿Cuál es tu nombre?
–Balcebe.
–Muy bien, Balcebe de Ibosim, ahora eres un veles; felicidades. En cuanto reclutemos a unos pocos más haremos una incursión por una de las salinas cercanas, a ver si podemos hacernos con suministros. Está defendida por un pequeño fuerte, pero no debería dar problemas. ¡Anímate! Te espera la gloria, el honor; ¡y el botín!



Continua en Ibosim.

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